Una reciente mesa redonda sobre la integración de los jóvenes inmigrantes, celebrada en el Colegio Mayor Fonseca y cuya moderación se me encargó, generó en mi interior un buen número de reflexiones que ahora quisiera compartir.
Dicha mesa redonda estuvo organizada por el Instituto de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Salamanca, la Asociación Munas y el Grupo de Mujeres de la Iglesia Evangélica de Paseo de la Estación, formando parte de la amplia programación de
Salamanca Latina, un Foro Anual que cuenta con una considerable participación de instituciones y asociaciones salmantinas.
El fenómeno de la inmigración es algo nuevo en España. En los últimos años vimos cómo contingentes de personas oriundas de distintas partes del orbe llegaban al país, principalmente de América Latina, Marruecos, así como de los países del Este, especialmente de Rumanía, Bulgaria…
En el caso de los latinoamericanos, pensamos que son más los aspectos que nos unen, como el idioma, el proceder de las antiguas colonias, algunas comidas, la música que tanto ha penetrado en tierras de la Península. Pero cada país tiene sus características, su idiosincrasia; unos sabores, texturas, formas de expresar afectos…
Y el encuentro muchas veces se torna en desencuentro cuando las culturas chocancomo dos placas tectónicas que propician los seísmos.
Y de pronto vemos en la sociedad cómo uno u otro bando se imponen la aculturización, que no es ni más ni menos que “acoger una cultura que no es la propia, desintegrando la suya, pero no por voluntad propia”. No obstante, la diversidad, lo diferente, debería ser un factor que mejore, enriquezca, madure entre los unos y los otros.
Nadie debería avergonzarse de querer mantener su identidad sazonada con la del otro. Unos comiendo churrasco argentino o boliviano con gotas de chimichurri. O un tostón con salsa de rocotos.
Miro datos estadísticos que expresan que ciertos niños y adolescentes, hijos de inmigrantes, sufren el rechazo por causa del color, ideas políticas, nacionalidad o religión de sus progenitores. Muchos han nacido en el país de acogida, o llegaron cuando apenas estaban descubriendo el mundo que les rodeaba. La llegada no fue fácil. Los cambios se agolpaban uno tras otro: nueva casa, colegio, barrio, palabras distintas para expresar una misma cosa… Y no había tiempo para que se diera un proceso normal de adaptación. La familia necesitaba un sustento urgente. Un fenómeno nuevo no tiene tiempo para generar la infraestructura necesaria que facilite el engranaje. Los colegios, las instituciones, necesitan acondicionarse.
La multiculturalidad necesitaba de la interculturalidad, que no es otra cosa que el respeto e igualdad entre los diferentes. Implica diálogo, comprensión, paciencia, ceder, compartir el espacio por partes iguales. Cada uno percibiendo la realidad a su manera, pero tolerándose en un plano de igualdad.
Alcanzar una sociedad más justa, solidaria, con valores… es tarea de todos. Todos deberíamos arrimar el hombro porque lo que sucede en ella nos va a afectar. Dentro de mis cuatro paredes todo puede ser perfecto, incontaminado, pero alguna vez voy a tener que salir y me daré un encontronazo con la realidad, el día a día de ahí fuera. Me daré de cara con la intolerancia, con mi irresponsabilidad social por no salir de mi gueto particular.
Sigo diciendo que no podemos mantenernos al margen de cumplir con nuestra misión de ser sal y luz. ¿Sal y luz? Estas expresiones no son normales en la calle, ni en mi vecindario. Ni en las plazas de mi ciudad. Ni en sus caminos que son muchos. ¿Es que no ven en mí algo que marca la diferencia?
¿Que actúo para que alcancemos una convivencia pacífica, y facilito el entendimiento entre culturas, propiciando la comunicación, el aprendizaje, el respeto entre ellas?
Hay mensajes que no necesitan palabras. Sólo basta el ejemplo, el reflejo de Cristo en nosotros. Diferentes, pero por eso. Basta con dejar caer unas gavillas para que el que es diferente las recoja. ¿Acaso no lo mandó Dios a su pueblo escogido?: “Cuando recojas la cosecha de tu campo y olvides una gavilla, no vuelvas por ella. Déjala para el extranjero, el huérfano y la viuda. Así el Señor tu Dios bendecirá todo el trabajo de tus manos”. […] Cuando coseches las uvas de tu viña, no repases las ramas; los racimos que queden, déjalos para el inmigrante, el huérfano y la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto. Por eso te ordeno que actúes con justicia” (Deut. 24:19-21) NVI.
“Ya he retirado de mi casa la porción consagrada a ti, y se la he dado al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda… conforme a todo lo que tú me mandaste…”, debían decirle a Dios en signo de obediencia. Dios había diseñado los caminos que propiciaban una convivencia basada en la obediencia a sus mandamientos, donde los excluidos tenían cabida en medio de su pueblo. Compartían de las bendiciones recibidas en la tierra que les había dado. Era un gesto voluntario. Reverente. Como vemos, la hospitalidad no era una asignatura optativa. A nadie le debía de faltar el sustento, ni los derechos ni las obligaciones. Cuánto cuidado tenía Dios por los diferentes, por los que se habían acogido bajo sus alas. Como Rut, la moabita, que no era judía entre las judías, no obstante, llegó a formar parte de la genealogía del mismísimo Jesús, el Hijo de Dios. Y lo sigue teniendo. No dijo que eso era para una determinada época.
Quizás nosotros no hemos venido de otro país, de los bajos fondos de la exclusión social, de la marginación, pero sí hemos sido esclavos en Egipto, y liberados por pura gracia. Y ahora podemos decir que las cuerdas nos han caído en lugares deleitosos y es hermosa la heredad que nos ha tocado. Hemos sido blanco de la mirada amorosa de Jesús, de su gracia que nos ha salvado. Un regalo, decimos. ¿Seremos capaces de darlo a otros? Quien recibe de gracia debe dar de gracia. ¿Facilitaré el proceso de la interculturalidad en mi casa, en la iglesia, en la sociedad?
Abro la Biblia nuevamente, me dirijo al Antiguo Testamento y no necesito buscar mucho para encontrar, en los textos legales, nuevas pautas sobre el trato a los inmigrantes: “Cuando algún extranjero se establezca en el país de ustedes, no lo traten mal. Al contrario, trátenlo como si fuera uno de ustedes. Ámenlo como a ustedes mismos… Lev. 19.33-34.
La directriz es que tuvieran derecho a la situación de bienestar de la que gozaban los israelitas. Estamos hablando de justicia social. De legalidad. De amor. Claro, ¿acaso puedo dudar de tener un Dios que es Juez justo? Y el Hijo, nada más iniciar su ministerio, señaló que seguiría la estela de su Padre. No necesitamos repetir lo que dijo, otra vez, su forma práctica de hacerlo lo dice claramente. Su Amor por los pobres de espíritu, por los cautivos… por los que necesitaban de la hospitalidad en la casa de Jehová, donde hay mesa aderezada, donde la copa está rebozando… Él mismo iría a preparar morada, se adelantaría para recibirnos a lo grande.
Cada vez me adentro más en estas reflexiones y siento que no tengo escapatoria en esto de amar como Él ama. Pienso que ejemplo tenemos. Basta sólo con mirar a nuestro alrededor para percibir la hospitalidad de Dios. Cómo ha preparado cada detalle para que podamos vivir con comodidad en este mundo. Cómo da muestra de tanta generosidad a pesar de lo que somos. Cómo nos acoge bajo sus alas pues “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gálatas 3.28).
Ante tanta facilidad, ¿por lo menos no he de intentar seguir este paradigma que Dios me muestra? Acogiendo, siendo hospitalarios… estaremos sirviendo a Dios. “El que presta algún servicio, hágalo como quien tiene el poder de Dios… Así Dios será en todo alabado…”. Así estaremos mostrando la Esperanza que hay en nosotros.
Si quieres comentar o