Les habla una catalana, seguramente pardilla y desinformada, como cierto amigo muy prestigioso en este periódico no cesa de hacerme notar, pero lo hace con honestidad.
Los creyentes evangélicos, no sólo en nuestro país, sino que me atrevería a afirmar que en todas partes, somos personas de fe, sí, pero por convicción, no crédulas o fanáticas, y tenemos la sana costumbre de analizar las cuestiones que se nos presentan, sopesar los argumentos, y sacar las conclusiones desde las premisas planteadas.
España se halla en un momento difícil por una crisis negada en un principio y, según mi opinión no cualificada, mal gestionada todo el tiempo, priorizando equivocadamente los énfasis. La situación, a mi parecer, es tan grave, que cuando pienso en mi futuro personal, siento que me cubre una nube de seria preocupación, y trato de imaginar alternativas viables que me permitan sobrevivir a mí, a los míos, a mis mayores. Pero cuando pienso en nuestros hijos, el corazón se me encoge, y le pido a Dios que les ayude mucho a tomar decisiones sabias y acertadas en su caminar.
Otra cuestión es la de una posible variación de la relación entre Cataluña y España. No hay que melodramatizar (sé que la palabra no existe en castellano).
Y aquí es donde yo planteo las cuestiones de fe que he insinuado al principio: yo tengo como
credo, quizá como muchos de los que me leen en este momento, el que recoge la Alianza Evangélica, como resumen clarificador de lo que enseña la Biblia. Porque mi base de fe y conducta es la Palabra de Dios, y de ahí derivamos, los cristianos, los principios y los valores que nos mueven en nuestro vivir diario, o que sabemos que deberían hacerlo.
La Constitución Española no es la Biblia: es un consenso, es la legalidad vigente, pero no tiene ni puede tener vocación de infalibilidad ni de permanencia eterna. Lo digo por lo de los argumentos que se presentan como incontestables, cuando todos sabemos qué papel tienen estas cartas magnas para los estados: son revisables, releíbles, enmendables, incluso abolibles para ser sustituidas por nuevas constituciones.
Una de las cuestiones que siempre me llama la atención es también la carga que se le da al vocabulario. Muchas veces lo hacemos para ser más expresivos, pero su uso en política nunca, nunca, es inocente.
Yo me pregunto, por ejemplo, por qué ser
nacionalista casi equivale a ser hijo de Satanás. El nacionalista español, el vasco, el catalán, mal que bien, incluso está cumpliendo mandamientos bíblicos, pues ama y respeta la herencia recibida de sus padres, y quiere conservarla y que perdure. Este sentimiento es el que en nuestro Estado tienen más acentuado los que, por un motivo u otro, han vivido con algún rasgo diferencial de suficiente peso, como un idioma, una historia común, una identidad reconocida, y que hace que, incluso entre los creyentes, encienda en sus corazones un calor especial por su patria terrenal, aun sabiendo que peregrinamos hacia la celestial.
Pero
no es pecado, a la luz de las Escrituras, ser nacionalista, por más que algunos se empeñen: sólo es otra forma de entender el mundo, otra forma de ver esta pequeña parte del planeta Tierra. No son radicalismos o maximalismos; es diversidad, es diferencia de opinión: y eso también es bíblico, primero porque Dios nos hizo a todos distintos, y segundo porque no atenta contra la divinidad de Cristo, la naturaleza del Espíritu Santo, la doctrina de la Segunda Venida…
Y también es cristiano procurar entendernos, dialogar, escuchar, proponer soluciones. No estoy hablando de política. Fijaos, si esto se entiende que debe ser así, ¿por qué no debería aplicarse también a la política? ¿Quizá porque aplicamos criterios de visceralidad ancestral, que no tienen nada que ver con el amor, la libertad o la racionalidad?
Sigo hablando desde el corazón (y la ingenuidad, pensará alguno). Es una reflexión en voz alta, pero me tomo la molestia de escribirla, sabiendo que desde otras sensibilidades la cosmovisión es distinta, porque la información también es sesgada.
Tengo la suerte de tener en mis venas sangre castellana y catalana… y de mil procedencias más, me imagino, hallándose esta Península Ibérica nuestra en medio de todas las rutas en todos los tiempos. Y viajo, y visito a mi familia y a otros hermanos y hermanas en la fe. Y me encuentro en ocasiones, en más de una y de dos oportunidades, que cuando me reciben como huésped y me ofrecen hospitalidad, de forma más o menos explícita o velada me exigen que en mi casa dejemos de hablar catalán; que sólo es por fastidiar que lo hacemos; que Dios no recibe el culto en esa lengua, me gritan; y me llaman mentirosa cuando les explico cómo es la vida en el lugar donde yo vivo, que creo que hablan de otro lugar y no de donde yo provengo… No es el famoso
victimismo catalán, es la realidad. Y cuando les tengo invitados en mi propio hogar, algunos de éstos que se supone que me quieren, los que son mi familia, mis amigos, mis hermanos, también
me insultan.
Esto, evidentemente, es una generalización, pero no tanto. Y entonces yo me pregunto, frente a esta animadversión tan manifiesta, ¿por qué tanto interés en que Cataluña y España sigan un camino común? Si no caemos bien e incluso se nos lanzan amenazas -sí amenazas horribles y en mayúscula- de todos los colores si se plantea un alto en el camino para repensar la cuestión, ¿qué es lo que se debe querer de los catalanes? A mí, sencillamente, me parece sospechoso. Y luego usar el tema de los miedos: frente a lo nuevo y frente a lo conocido y atroz…
Sigo pensando y me cuestiono si quizá éste era el mejor momento para hablar así de claramente de la independencia de Cataluña, y veo que son mis conciudadanos, mis vecinos, quienes así lo han querido, pacíficamente y en un ambiente festivo. Y me digo: ‘Se han expresado libremente. Espero que se escuche y se actúe por ambas partes con sabiduría e inteligencia, para el bien de todas las personas’. También pienso que algunos nunca hubieran encontrado el momento para hablar de este tema ni que pasaran mil años más y cambiara toda la faz de la tierra alrededor.
Ruego por la misericordia de Dios para España, para
Catalunya, para Europa y para este mundo entero que gime. Pero no entiendo por qué el Señor tendría que estar enojado por pensar en gestionar un pequeño país de otra manera…
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