René Descartes nació en la aldea francesa de La Haye, en la Touraine, el 31 de marzo de 1596.
Hijo de un juez católico, que fue consejero en el Parlamento de Rennes, perdió a su madre cuando sólo contaba con un año de edad y tuvo que ser criado por una nodriza.
A los ocho años ingresó en el colegio jesuita de La Flèche, donde por primera vez entró en contacto con los dogmas de Aristóteles y los escolásticos, contra quienes argumentaría después durante toda la vida.
Su elevado nivel intelectual le permitió destacar pronto del resto de los compañeros. Más tarde,
continuó los estudios en la Universidad de Poitiers donde se formó como abogado. Fue una persona intelectualmente inquieta que pretendió descubrir por sí misma aquella razón última de las cosas que, en las instituciones educativas donde se había formado, no logró encontrar.
Al terminar la carrera tuvo la fortuna de recibir una herencia que le permitió viajar y dedicarse a conocer otras culturas. Cambió los textos académicos por “el gran libro del mundo”.
A pesar de ser católico -fe que no abandonó durante toda su vida-
se enroló como soldado en las tropas de un protestante, el príncipe de Orange, Mauricio de Nassau. Lo hizo para colaborar en la recuperación de Holanda frente al ejército español. También participó en la Guerra de los Treinta Años con un nuevo destino militar a las ordenes del duque Maximiliano de Baviera. De esta manera pudo visitar los Países Bajos, Alemania, Dinamarca y Suecia. No obstante, cuando se dio cuenta de que en realidad estaba luchando contra la causa protestante, pidió otro destino militar que le apartara de la lucha armada.
Fue destinado a Neuberg, a orillas del Danubio, y allí consiguió tranquilidad y tiempo para escribir.
En este último destino tuvo tres sueños misteriosos que inspiraron su obra y le marcaron casi toda la vida. Descartes creyó firmemente que Dios le había revelado en tales sueños el método que debía seguir para razonar correctamente en su búsqueda de la verdad.
Asumió la empresa de reformar la filosofía de su tiempo en base a la “invención maravillosa” que había recibido por inspiración divina.
No sólo escribió sobre filosofía, también se interesó por la física, la meteorología y la biología. Siempre demostró gran respeto hacia la Iglesia católica. Cuando en 1633 se disponía a publicar su
Tratado del Mundo, tuvo noticias de la condena de la obra de Galileo por parte de la Iglesia. Como él mismo aceptaba también la hipótesis de Copérnico acerca de la centralidad del Sol en el Sistema Solar, renunció a su publicación para evitar posibles conflictos. No fue ésta la única obra que dejaría sin publicar. Durante toda su existencia rehusó los cargos públicos así como los puestos de responsabilidad. Prefirió vivir libremente, viajando, escribiendo y experimentando.
En octubre de 1649 llegó en barco a Estocolmo, invitado por la joven reina Cristina de Suecia, para disertar sobre temas filosóficos y científicos ante toda la corte. Sin embargo, la fría hora elegida por la soberana para tales discursos, las cinco de la mañana, le provocó un neumonía que acabó con su vida.
Descartes murió a los cincuenta y tres años, en febrero de 1650. Diecisiete años después, los restos fueron trasladados a París. Para entonces sus obras habían sido incluidas en el índice de libros prohibidos y durante bastante tiempo fue considerado un crimen llamarse cartesiano en Francia.
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