Desde las distintas concepciones filosóficas se han señalado hasta cinco puntos de vista históricos diferentes en relación con la naturaleza y el medio ambiente.
La idea más antigua de todas es la que dio origen a una actitud naturalista. Un punto de vista que deriva de la filosofía griega pero que a pesar de ello sigue estando presente en algunos movimientos ecologistas de la actualidad.
Se trata del pensamiento sobre la bondad de la naturaleza. La creencia de que el mundo natural de hoy es siempre orden y armonía. Tal convicción permite suponer que cualquier alteración provocada por el hombre tendría que ser inevitablemente mala. El extremo más radical de esta postura sería la sacralización de la naturaleza, la creencia de que lo natural estaría siempre por encima del hombre y de la sociedad. Este es el planteamiento que asumen ciertos ecologismos conservacionistas.
Sin embargo, tales ideas resultan demasiado simplistas por lo que han sido muy criticadas y calificadas de “ecologismo ingenuo”. Como ha subrayado Francisco Fernández Buey: “la naturaleza es amoral, carece de toda moralidad, en el sentido de que no hay en ella principios sobre normas, costumbres y comportamientos; por tanto, la naturaleza permanece muda sobre uno de los problemas que más nos preocupa a los hombres, el problema del mal... La ley moral es cosa nuestra, de los humanos. No podemos pedir a la naturaleza reciprocidad moral”.
Y algunas páginas después propone un ejemplo práctico tomado de la entomología: “desde el punto de vista de eso que solemos llamar bondad y armonía el comportamiento de los icneumónidos, especie de avispas cuyas larvas practican el endoparasitismo en orugas de mariposas, pulgones y arañas devorándolas poco a poco, aunque respetando el sistema nervioso y el corazón de sus víctimas para que éstas se mantengan vivas, no es precisamente un ejemplo edificante. Quiero suponer que nadie, entre los humanos, querría volver a esta naturaleza” (Fernández Buey, F., En paz con la naturaleza: Ética y ecología, en Genes en el laboratorio y en la fábrica, Trotta, Madrid, 1998: 177, 184).
Desde la fe cristiana es evidente también que la naturaleza actual está sujeta a “la esclavitud de corrupción” -como dice el apóstol Pablo- y que no salió así, tal como hoy la observamos, de las manos del Creador. Sin embargo, la esperanza del cristianismo es que algún día la creación será liberada de tal esclavitud a “la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Ro. 8:21).
El segundo punto de vista, basado en la teoría del conocimiento del filósofo escocés David Hume, es la actitud emotivista, la creencia de que los juicios morales dependen de los sentimientos. La suposición de que lo que nos agrada sería bueno, mientras que aquello que provoca en nosotros el rechazo habría que entenderlo como malo. En realidad todo dependería de los sentimientos que se originan en las personas. Pero como los animales también pueden sentir dolor o placer, deberían considerarse como sujetos de predicados morales. No al mismo nivel que las personas sino de manera análoga.
En esta teoría se fundamentan los derechos de los animales que defienden hoy muchos grupos ecologistas. En el fondo subyace la idea de que el comportamiento de los animales es moralmente bondadoso y que, por tanto, los humanos deberíamos, salvando las diferencias que haya que salvar, portarnos como lo hacen los animales. Se trata también de un emotivismo ingenuo que, no obstante, abunda en nuestros días.
La actitud utilitarista ante la naturaleza se fundamenta, por su parte, en las teorías éticas de ciertos economistas del siglo XVIII como Adam Smith. Según tales concepciones, la bondad o maldad de un acto dependería sólo de su utilidad. Si una determinada acción resulta beneficiosa para el mayor número de seres, sean éstos personas, animales o plantas, entonces se tratará probablemente de algo bueno. No cabe duda de que esta actitud está bastante influenciada por el mismo sentimiento emotivista que predomina en la anterior.
Desde un planteamiento radicalmente diferente la actitud racionalista derivada de la filosofía de Kant, se opone a las anteriores al afirmar que únicamente las personas son sujetos éticos. Sólo los hombres y mujeres son capaces de razonar y poseen conciencia de sí mismos, los animales no. Los individuos humanos deben ser considerados, por tanto, como fines en sí mismos, mientras que el resto de los seres vivos pueden ser usados como medios.
Esto no constituiría nunca una licencia para tratar cruelmente a los animales sino que la compasión hacia ellos y el resto del mundo natural, demostraría precisamente la superioridad, bondad e inteligencia del ser humano.
En esta línea se encuentra el ecologismo proteccionista al considerar que el hombre está en su derecho de usar, de forma adecuada y sin ser destructivo, los recursos de la naturaleza.
Por último la actitud ecológica, la más reciente, se inspira en filosofías del siglo XX como la de Zubiri en la que el concepto de mundo adquiere una gran importancia hasta el extremo de que la ética surgiría de la relación del ser humano con este mundo.
El hombre podría manipular o alterar la naturaleza pero siempre y cuando justificara que su acción es legítima y necesaria.
El ecologismo de esta actitud sería globalizador o ambientalista y consideraría a la especie humana y a sus actividades culturales, científicas, sociales o económicas como formando parte del proceso evolutivo general de la tierra.
Esta actitud condena el actual modelo de desarrollo tecnológico, centrado en los beneficios económicos o en los intereses de ciertos grupos políticos pero no en el propio ser humano, como sería deseable.
Algunas iglesias cristianas han suscrito documentos afines a tal planteamiento ecológico.
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