Las relaciones entre el hombre y el entorno natural han venido siendo difíciles ya desde la más remota antigüedad.
Ejemplos de ello abundan por todos los rincones del planeta y en las más diversas culturas. Los humanos han tenido que luchar siempre con el mundo natural que les rodeaba para conseguir alimento, energía y vivienda.
Desde la destrucción de los grandes mamíferos europeos en tiempos prehistóricos hasta la deforestación de la América del Norte precolombina o de islas como la de Pascua (Rapa Nui), pasando por la desertización de las regiones mongólicas, el ser humano ha venido transformando progresivamente el medio ambiente en beneficio propio.
Los grandes desastres ecológicos se han provocado en casi todas las épocas.
Es probable que quizás sin esta alteración no hubiera sido posible el progreso o, en todo caso, seguiríamos viviendo con las mismas incomodidades de nuestros antepasados. Sin embargo, también es verdad que en la mayoría de las ocasiones tales alteraciones se han realizado sin planificación previa ni respeto por el medio, en base a la idea equivocada de que los recursos de la naturaleza no se acabarían nunca.
Lo dramático y grave de la situación actual es que hoy el hombre posee más poder tecnológico que nunca. Las agresiones de antaño resultan mínimas cuando se comparan con las proporciones de aquellas que se llevan a cabo en la actualidad.
Esta tremenda diferencia es la que ha servido para denominar
la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, como la era de la doble crisis, la “crisis ecológica global” y la “crisis de civilización”.
La causa inmediata de ambas crisis es, sin duda, el desordenado progreso técnico y económico que ha venido persiguiendo el mundo occidental. Hoy nadie niega que la actitud del hombre ante la naturaleza ha sido y continúa siendo inadecuada.
Algunos autores hablan de
“mentalidad ecocida” para referirse al suicidio que puede suponer atentar contra la “nave espacial-Tierra” (Martínez Cortés, J. Ecología en Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid, 1993: 345) e incluso se ha creado el térmico de “
ecopecados” con el fin de resaltar las responsabilidades morales de la crisis ecológica. En este sentido, no resulta una novedad la
acusación que se hace a la tradición judeocristiana de ser la principal culpable de la actual crisis ambiental. Para ciertos pensadores, como Linn White, la visión antropocéntrica que sostienen el judaísmo y el cristianismo habría servido para ensalzar al hombre como centro del universo y fin en sí mismo, pero a costa de menospreciar al resto de la naturaleza o considerarla un simple recurso para satisfacer las necesidades humanas.
Otros, como J. Passmore, disculpan al judaísmo y responsabilizan a
la cultura grecocristiana. Según esta opinión, sería a través del pensamiento griego cómo la teología cristiana llegó a considerar la naturaleza sólo desde el punto de vista utilitario, vaciándola casi por completo de todo valor moral.
Tampoco la revolución científica de la época moderna, ni la teoría darwinista de la evolución, la ideología marxista o la tecnología científica del siglo XX, habrían contribuido a cambiar esta concepción aprovechada y egoísta de la naturaleza.
DESPERTAR DE LA CONCIENCIA ECOLÓGICA
De manera que el despertar de la conciencia ecológica ocurriría durante el último siglo del segundo milenio y se materializaría en acontecimientos puntuales como la publicación de la obra
Los límites del crecimiento (1972), realizada por el Club de Roma, así como la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo y el Medio Ambiente que tuvo lugar en Estocolmo durante el mismo año.
En la década siguiente aparecieron las primeras Organizaciones no-Gubernamentales, ONGs, que asumieron el reto de empezar a luchar por el medio ambiente. Entidades como World Wild Life Fund (WWLF), Greenpeace, Federación de Amigos de la Tierra o la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza (UICN).
Después se celebró la II Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo y Medio Ambiente, conocida como la Cumbre de la Tierra o de Río de Janeiro (1992), en la que participaron alrededor de treinta mil personas.
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