Hablar de ética ecológica puede parecer, a primera vista, una auténtica paradoja.
Si la bioética hasta ahora había tenido características exclusivamente humanas ya que se preocupaba por los problemas relacionados con el trato médico dado al hombre, la nueva moral ecológica asume el cometido de intentar solucionar aquellos problemas relacionados con la vida en general.
Es el paso
de una microbioética centrada sólo en el ser humano (bioética homocéntrica o antropocéntrica) a una macrobioética en la que importan los temas ecológicos y las estrechas relaciones que existen en la naturaleza (
bioética biocéntrica).
En realidad, la diferencia entre ambas disciplinas no es tan radical como pudiera pensarse ya que cuando se deteriora el medio ambiente en el que vive el ser humano, se está atentando en realidad contra la propia vida del hombre.De manera que la moral ecológica, al preocuparse por la vida en general y el buen funcionamiento de los ecosistemas, constituye también una buena forma de defender a la humanidad.
Otra cosa muy diferente será cuando mediante tal distinción se pretenda declarar la guerra a la criatura humana. Esto es precisamente lo que defiende el integrismo biocéntricoal reivindicar una especie de ecologismo profundo. Como afirmaba el naturalista norteamericano, John Muir, a principios del siglo XX: “si estallara una guerra entre especies, me pondría de parte de los osos” (Acot, P.
Biosfera 11. Pensar la biosfera, Enciclopèdia Catalana, Barcelona, 1998: 173).
La idea fundamental de este ecologismo sería la ruptura con cualquier ética homocéntrica o antropocéntrica. Por ello se considera la naturaleza como el valor supremo, mientras que el ser humano sólo se concibe como una especie parásita, destructora y altamente nociva.
El filósofo estadounidense Paul W. Taylor, militante y defensor del ecologismo profundo, declaró en 1981 que la desaparición de la especie humana no sería una catástrofe moral, sino un acontecimiento que el resto de los seres vivos aplaudirían calurosamente. No obstante, una cosa es defender a los animales y otra muy diferente querer acabar para siempre con el ser humano. En ecología las posturas radicales pueden resultar, como se verá, sumamente peligrosas.
ECOLOGÍA
La palabra “ecología” procede de dos raíces griegas,
oikos (casa/hogar) y
logos (estudio). Su sentido sería por tanto el estudio científico de los elementos que constituyen el hogar de los organismos, así como las relaciones de estos elementos con los propios organismos.
El primero en utilizar este término fue el biólogo alemán Ernst H. Haeckel en el año 1869. En su opinión la ecología sería “el estudio de las relaciones de un organismo con su ambiente inorgánico u orgánico, en particular el estudio de las relaciones de tipo positivo o “amistoso” y de tipo negativo (enemigos) con las plantas y animales con los que convive” (Margalef, R.
Ecología, Omega, Barcelona, 1974: 1).
Esta intrincada red de relaciones que existen en los seres vivos, entre sí y con el lugar donde habitan, suele tender casi siempre hacia el equilibrio. No obstante, tal armonía puede verse alterada drásticamente cuando intervienen agentes extraños al ecosistema, como pueden ser las catástrofes naturales o la actividad desordenada de la humanidad.
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