Vimos el pasado domingo que Hessel nos presenta una visión trágica de la historia. Esta visión pesimista que ve la historia terminando en tragedia, ve la aventura humana como un túnel sin salida.
Y eso me lleva a la visión cristiana de la historia, porque si como cristianos creemos que Jesús resucitó no podemos adoptar una visión trágica y pesimista de la historia humana. Tanto la enseñanza de Jesús como la de los apóstoles está marcada por la nota de la esperanza, que es una nota que nos lleva a vivir el presente como luz y sal en el mundo, con gozo a pesar de las aflicciones, y a mirar el futuro con la esperanza de un mundo cualitativamente diferente, de una nueva creación: “Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir” (Ap 20:4).
UNA VISIÓN CRISTIANA DE LA HISTORIA
La fe cristiana es histórica, toma en serio la Historia, le da sentido y la transforma y encierra una visión de la historia. Para la enseñanza del Nuevo Testamento, tan real e importante como la encarnación y la muerte de Jesús en la cruz es el hecho de la resurrección del Señor crucificado. Escribiendo a la Iglesia de Corinto acerca de este tema, el apóstol Pablo afirma rotundamente: “Y si Cristo no ha resucitado nuestra predicación no sirve para nada, como tampoco vuestra fe” (1 Cor. 15: 14). Los cuatro Evangelios culminan con la historia de la sorpresa de las discípulas y los discípulos ante la tumba vacía, y la experiencia del encuentro con Jesús resucitado. La realidad de esta experiencia es el marco en que se da el mandato a los discípulos para lanzarse al mundo con sentido de misión. Lo ha dicho el teólogo uruguayo Mortimer Arias en un magistral estudio sobre la Gran Comisión:
El hecho histórico, verificable, de la experiencia pascual es el surgimiento de una nueva comunidad, la Iglesia, poseída de un sentido de misión universal. Surge de entre las cenizas, como el Ave Fénix, en medio de un pequeño grupo marginal, aplastado por la condena y crucifixión de Jesús, disperso y desalentado, que de pronto se levanta para testificar de la presencia y el poder de Cristo obrando en ellos y a través de ellos.
[1]
La resurrección de Jesús es el triunfo de la vida sobre la muerte, es la vindicación de la víctima, es la confirmación de que con la llegada de Jesús una realidad nueva, aquello que Jesús llamaba el Reino de Dios, ha hecho su irrupción en la historia humana.
Las fuerzas hostiles que se sintieron amenazadas por la presencia y el estilo de Jesús le presentaron oposición desde el comienzo mismo de su ministerio público. Esta oposición creciente de la cual los Evangelios dan cuenta significa un continuo conflicto, una oposición a las obras de Jesús. La popularidad de su enseñanza atrajo las burlas y envidia de
fariseos y escribas, los maestros religiosos oficiales. Sus milagros y la novedad de su mensaje fueron percibidos como una amenaza por los
saduceos, administradores del templo, símbolo de la institución religiosa dominante, y los
sacerdotes sus funcionarios. Los encargados de imponer el orden imperial romano, gobernadores como Poncio Pilato o reyezuelos como Herodes, lo vieron como una amenaza al férreo orden brutalmente impuesto por la fuerza del Imperio.
Todos ellos coincidieron en una confabulación para deshacerse de Jesús de manera expeditiva y sin el menor criterio de justicia. Cualquiera que esté familiarizado con la historia de los imperios, desde los faraones hasta nuestros días, sabe que la historia de la pasión de Jesús es verosímil, porque historias de injusticia parecida se repiten continuamente.
Sin embargo
lo distintivo de la historia de Jesús es el sentido que él mismo atribuye a su muerte y el hecho de que la tumba no pudo retenerlo ni la muerte callarlo para siempre. Aquel que en la agonía de la cruz clamó “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” (Mc. 15: 34), fue levantado de entre los muertos por el poder de Dios. La fe en el Cristo resucitado fue motivación para la misión pero ese hecho por sí solo no explica el avance de la Iglesia desde la periferia de un rincón del imperio romano hasta la realidad global de nuestros días. El Padre y el Hijo como Señor resucitado envían al Espíritu Santo como el acompañante y la fuerza del poder que abrirá caminos para los misioneros y misioneras en el mundo y los sostendrá en medio de toda clase de conflictos y sufrimientos. Según la enseñanza de Jesús mismo el Espíritu Santo acompañaría a los apóstoles (enviados) como consejero y consolador (Jn. 14: 16), les llevaría a la comprensión de la propia persona de Cristo (Jn. 14: 25-26) a quien glorificaría (Jn. 16: 13-15), actuaría en el mundo con su propio poder, “convencerá al mundo de su error en cuanto al pecado la justicia y el juicio” (Jn. 16: 8). La presencia de Jesús prometida como compañía a sus mensajeros hasta el fin del mundo (Mt. 28: 20) o donde dos o tres se reúnen en su nombre (Mt. 18: 20) se hace realidad por la presencia y ministerio del Espíritu Santo.
EL PODER DE LA NO VIOLENCIA
Hessel convoca a los jóvenes a la indignación y también a la no violencia. Sartre citado por Hessel, había dicho: “Y si es cierto que el recurso a la violencia contra la violencia corre el riesgo de perpetuarla, también es verdad que es el único medio de detenerla.” Hessel dice que la no violencia es un medio más eficaz para detener a la violencia: “Estoy convencido de que el porvenir pertenece a la no violencia, a la conciliación de las diferentes culturas. Es por esta vía que la humanidad deberá superar su próxima etapa.” (p. 21).
Ofrece dos ejemplos de no violencia: “El mensaje de un Mandela, de un Martin Luther King encuentra toda su pertinencia en un mundo que ha sobrepasado la confrontación de las ideologías y el totalitarismo conquistador.”
La referencia a Martin Luther King me trae a la memoria la famosa carta que escribió este pastor bautista desde su celda en la cárcel de Birmingham. El gobierno racista de Alabama lo había encarcelado por sus actividades no violentas en defensa de los derechos de los negros. Nos cuenta su biógrafo Emmanuel Buch que un grupo de ocho pastores, obispos y rabinos habían publicado una carta pública pidiéndole que detuviera su activismo y que “había que esperar”. Dice Buch: “Acusaron su intervención de extremista, inoportuna, desestabilizadora, arriesgada e impropia de un pastor…”
[2] King les respondió desde la cárcel con una frase que llegaría a ser el título de uno de sus libros: “Por qué no podemos esperar”. Había sido la indignación frente a la lacra del racismo la que hizo de este pastor bautista un abanderado de los derechos civiles.
Quienes querían que todo siguiese como estaba, pasivos e indiferentes ante la injusticia y la discriminación, aconsejaban esperar y no meterse. King escribió:
“…cuando se ha visto cómo muchedumbres enfurecidas linchaban a su antojo a madres y padres, y ahogaban a hermanas y hermanos por puro capricho; cuando se ha visto cómo policías rebosantes de odio insultaban a los nuestros, cómo maltrataban e incluso mataban a nuestros hermanos y hermanas; cuando se ve a la gran mayoría de nuestros veinte millones de hermanos negros asfixiarse en la mazmorra en el aire de la pobreza, en medio de una sociedad opulenta… Llega un momento en que se colma la copa de la resignación, y los hombres no quieren seguir abismados en la desesperación.”[3]
Fue la indignación frente a la violencia y el racismo la que dio fuerzas y llevó a King a su lucha por la justicia y fue su fe en Cristo y su visión de la historia la que lo sostuvo.
El 3 de abril de 1968 en el templo Clayton de la ciudad de Memphis, King predicó y en su sermón dijo estas palabras:
“Al igual que cualquier otra persona me gustaría tener una larga vida. La longevidad tiene el rango que merece. Pero no me preocupa eso ahora. Sólo quiero cumplir la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido subir a la montaña y he tendido la vista en derredor y he visto la Tierra Prometida. Tal vez no llegue a ella con vosotros pero quiero que sepáis esta noche que nosotros como pueblo llegaremos a la Tierra Prometida. Por eso esta noche soy feliz. Nada me preocupa. No temo a ningún hombre. Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor.”[4]Al día siguiente una bala asesina le quitó la vida. Pero su causa triunfó y su país fue transformado por la fuerza de la no violencia.
INDIGNACIÓN DEL SEÑOR
Hemos de reconocer que si bien la revelación cristiana nos habla del amor y la paciencia de Dios, también nos habla de la indignación de Dios frente al pecado y la injusticia.
Basta recordar el tono indignado en que hablan
profetas como Isaías, Jeremías, Ezequiel y Amós.
Y también recordar a Jesús. Hay una escena que me ha llamado mucho la atención últimamente. En el comienzo del cap. 21 de Lucas Jesús se ha detenido a observar como ofrendaba la gente
“y vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca del templo. También vio a una viuda pobre que echaba dos moneditas de cobre. Os aseguro – dijo – que esta viuda pobre ha echado más que todos los demás. Todos ellos dieron sus ofrendas de lo que les sobraba pero ella, de su pobreza, echó todo lo que tenía para su sustento.” (Lc 21: 1-4). Aquí está el Maestro reconociendo el tremendo valor de las pequeñas acciones de fe y de obediencia. Esta escena está precedida de otra en los versículos finales del cap. 20.
“Mientras todo el pueblo lo escuchaba, Jesús dijo a sus discípulos. – Cuidaos de los maestros de la ley: Les gusta pasearse con ropas ostentosas y les encanta que los saluden en las plazas, ocupar el primer puesto en las sinagogas y los lugares de honor en los banquetes.” (Lc 20: 45-46). Y luego, en lo que me parece un crescendo de santa indignación, Jesús agrega:
“Devoran los bienes de las viudas y a la vez hacen largas plegarias para impresionar a los demás. Éstos recibirán peor castigo.” (Lc. 20: 47)
Es que
nuestro Salvador y Maestro nunca permaneció indiferente ante la injusticia o la necesidad y muchas veces fue conmovido por la indignación o la compasión. No encuentro base para compartir la visión hegeliana de la historia y el optimismo de Hessel. Pero le doy la razón respecto a lo fatal que puede ser la indiferencia. Dice él: “Yo les digo a los jóvenes: buscad un poco, encontraréis. La peor actitud es la indiferencia, decir ‘paso de todo, ya me las apaño’. Si os comportáis así perdéis uno de los componentes esenciales que forman al hombre. Uno de los componentes indispensables: la facultad de indignación y el compromiso que la sigue.” (p. 31).
En mis largos años de ministerio en cinco continentes he conocido chicas y muchachos a quienes su fe renovada en Cristo los hizo sensibles y les enseñó a indignarse frente a la injusticia y la necesidad.
Su nueva visión de la historia, centrada en Cristo, los llevó a entregar la vida en el servicio misionero a los pobres, en la lucha por la justicia, en el ejercicio consciente de su profesión, en la formación de familias ejemplares en tiempos difíciles, en la mediación en conflictos, en el desarrollo económico, en la predicación y la enseñanza al servicio del Reino de Dios.
Con ellos oro, con profundo sentido de la historia: “Venga Tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.”
[1] Mortimer Arias,
La gran comisión, CLAI: Quito, 1994; pp. 13-14.
[2]Emmanuel Buch,
Martin Luther King, Sinergia: Madrid, 3ra. Ed., 2001; p. 59.
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