El Mesías crucificado y resucitado, no puede tener cabida ni en el Templo del nacionalismo judío, ni en el Foro del imperio romano. Llegará el día en que ambos confesarán que Cristo es el Señor, pero de momento lo que hacen es quitarlo de en medio. En ese contexto nacen, crecen y se desarrollan las iglesias de lo que llamamos Nuevo Testamento. [Término que, referido a una parte de la Biblia, nunca se encuentra en ella.]
Respecto a su Señor, los creyentes que leen las instrucciones de Pablo en la carta a los romanos, tienen el recuerdo de las “autoridades superiores” del Templo judío: que juzgan con prevaricación y condenan a Jesús; o la tortura y muerte en cruz que le inflige el Foro del imperio. (Alguno quizá sufrió en sus carnes el celo de un tal Saulo, fiel servidor de la “autoridad” judía.) Deducen claramente, pues, que la enseñanza sobre la
autoridad no tiene nada que ver con casos puntuales, sino con la naturaleza de la misma.
Como parte de su fe, de las cosas que creen, reciben esta enseñanza sobre la autoridad: está puesta por Dios para el bien de la sociedad. Como todo lo que Dios ha ordenado en esa línea de beneficio del prójimo, es propio del creyente que la
vocación de Dios para servir en ella sea una más de las muchas donde ser administrador y mayordomo.
Las áreas “políticas” con las que el cristiano (sea judío o gentil) se encuentra en ese primer momento son: el nacionalismo imperialista judío, o el imperio nacionalista romano, o, la mayoría, de un pueblo sometido a Roma. Frente a eso, como indica la carta a la iglesia en Filipos, el cristiano tiene otra política, su ciudadanía está en los cielos: no es posible encerrar el Reino en una forma histórica circunstancial (¡y menos, si es de rebelión contra su Rey!).
Con el paso del tiempo, la vocación para servir en la esfera de la autoridad civil será algo respetable y propio, como otras, de la vida cristiana. Sin embargo, entes de llegar a ese tiempo, nos encontraríamos con personas que ya estaban en esa condición cuando se convierten, es decir, que uno se podía encontrar con un magistrado (que lleva la espada para castigar al que hace el mal y proteger al bien) que ahora era un miembro de la Iglesia. Además, podía ser un ciudadano romano sirviendo en un tribunal romano, o un ciudadano de otra nación vencida y tributaria de Roma, sirviendo en la estructura propia de justicia civil de esa nación, bajo la tutela última de Roma.
La dificultad práctica de vivir una adecuada ética cristiana en el desempeño de esa función de autoridad civil en ese contexto es evidente, pero no más que la que tuviese un esclavo al convertirse, o un dueño de esclavos, o una concubina, por poner algunos ejemplos.
Esto de la vocación es algo muy complejo. Precisamente cuando existe una nación israelita, con un territorio y una “política”, cuando se podría pensar que ahí se darían todos los ingredientes favorables para la
vocación política, nos hallamos con su imposibilidad. En ese momento la “vocación” (en un sentido estricto, esto es siempre así) es
servir al Señor, es común a todos los redimidos, pero no hay vocaciones particulares en el sentido como hoy se entiende.
Por ejemplo, no hay vocación ministerial; nadie tiene “vocación” sacerdotal, simplemente
son sacerdotes (luego está que sirvan con más o menos entusiasmo, lo que no siempre ocurrió) por nacer en una familia y en una tribu determinada. En el caso de los reyes, puede verse un tipo de “llamamiento” en su inicio, pero la
vocación política, como hoy la entendemos, no encaja en esos procesos. Incluso, en la etapa previa, la de la Confederación, aparecen los “jueces”, con su llamamiento extraordinario para actos localizados y específicos, pero no se podría aplicar el término
vocación en sentido estricto. La única que entraría, con matices, es la de profeta.
La vocación política, por tanto, es propia de nuestro tiempo. Del tiempo cuando el Mesías resucitado establece su reino. Es una de las riquezas y privilegios de nuestra época, muy superior (como se indica en la carta a los Hebreos) a todo el sistema anterior. Es una vocación, además, de carácter constructivo, dinámico. No se trata de servir de portero en un edificio ya acabado, se tiene que construir el edificio. No es una cuestión solo de “gestionar” una situación de política ya dada, sino de construirla. Esa es la tarea. Es una tarea temporal, relativa, histórica, de camino, inacabada. En ella se administran los talentos que ha entregado en mano a sus siervos el Señor.
En los próximos encuentros trataremos, d. v., sobre la vocación del cristiano para servir en la política. Pero ya adelanto que es algo de mucha diversidad.
Veremos los principios de ese servicio en la ley bíblica, pero sabiendo que no estamos en su “geografía histórica”. Les pongo un caso de vocación política cristiana, en su ámbito de dificultad práctica. Algernon Sidney (ahora muy olvidado, pero un personaje riquísimo en matices para entender lo que es vocación política cristiana) participa con Cromwell en su rebelión armada contra el absolutismo, pero también tiene que enfrentarse a Cromwell cuando este disuelve el parlamento. Su lema: Esta mano armada para la paz, pero nunca sin libertad, es el modelo de la dificultad del terreno propio de la política. Y también les adelanto que, en mi proposición, la filosofía cristiana del Estado, produce un Estado
secular.
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