Escribimos desde una relativa “comodidad” sobre nuestra mala situación política. Todo el respeto, pues, para tantos millones en otros países que hoy verían nuestra “mala situación” como un añorado privilegio. Renovada gratitud a nuestro Dios por la libertad y bienestar que disfrutamos en nuestra situación que, desde alguna perspectiva, sin embargo, es legítimo calificar como “mala”. Reproche admitido también, por los que piensen que esta perspectiva es ya equivocada, pues, con el nuevo Gobierno que tenemos ¿cómo va ser mala la situación política?
Aunque la mirada no pueda sustraerse a situaciones puntuales de nuestro presente, esta reflexión sobre el Estado sigue a Pablo en su enseñanza sobre la autoridad civil
como tal, sin mostrar casos o personas concretas.
Lo importante es que reconozcamos, como cristianos (y así lo aportemos a la sociedad), que la autoridad civil (el Estado, en sentido amplio) tiene una naturaleza específica y limitada en la ordenación providencial. Podemos aceptar y sujetarnos, con los límites adecuados, al Estado actual, pero eso no significa que aceptemos lo que el Estado dice de sí mismo.
Cuando Pablo habla de los magistrados, ¿está proponiendo que los creyentes reconozcan al César como Sumo Pontífice, o Salvador? Esos títulos y atribuciones (en otros países eran semejantes) no forman parte de la naturaleza de la autoridad civil, son “desviaciones y desórdenes” de la misma. La desviación puede llegar a ser plena usurpación, con lo que la persona o grupo ya no serían
autoridad, sino delincuentes. De momento en el Nuevo Testamento los apóstoles promueven la rebelión de los creyentes contra los falsos pastores y maestros en las iglesias, no contra el Imperio.
Con todo lo malo que uno pueda pensar de la acción política en esos momentos, sin embargo, las iglesias tenían capacidad y libertad para gobernarse a sí mismas, elegir ancianos, celebrar una “asamblea” o “concilio” en Jerusalén, cuidar a sus enfermos, proveer para los necesitados, disponer fondos para los evangelistas, recoger y enviar donativos para otras congregaciones, echar a los que causaban divisiones, etcétera. (El peligro real, contra el que previenen los apóstoles, no es externo. Siempre es así. Aunque del exterior también venga la oposición de turno al Evangelio: fabricantes de ídolos, sinagogas, supersticiones paganas, etc.)
A pesar de la grave situación económica, que a muchos les ha llevado a abrir los ojos respecto a la pretendida “protección” del Estado, se sigue el impulso de considerarlo como una entidad de salvación, como una especie de “sacramento de salvación secular”. [En el Vaticano II se dicta que “la Iglesia es sacramento de salvación”.] No habría sido el Estado, con su configuración actual, sino unos gobernantes concretos los causantes de la ruina y destrucción. Con otros gobernantes saldremos adelante, nos “salvarán”.
Esta percepción no es nueva, pero tiene implicaciones que quiero comentar. Ver al Estado como una entidad de salvación lleva consigo otro aspecto: que solo unos pocos tienen la superioridad necesaria para “gobernar”, para llevar a cabo esa tarea de salvación social. El “vulgo estúpido”, la “plebe incompetente para la política”, necesita unos sabios que gobiernen. Este modelo encuentra un suelo nutricio cuando la religión se ha fraguado en parámetros semejantes: una jerarquía sabia, un pueblo incapacitado que tiene que seguirla como única opción, para el que es siempre un peligro que conozca o investigue por su cuenta.
Otra implicación es que el Estado “salvador” requiere que sea una institución total. Es decir, que cualquier otra esfera o sección de la realidad social esté dentro de su jurisdicción. En un gráfico esto se muestra colocando un círculo que representa al Estado, y todo lo demás dentro (familia, educación, iglesia, universidad, industria, etc.). Cada sección tiene su razón de ser solo como sección subordinada al Estado.
El Estado total (es fácil llegar a “totalitario”) no es propio solo de los regímenes comunistas o fascistas. Incluso lo que podríamos llamar el modelo de Estado de Derecho liberal, o el Estado social de Derecho, participan de la misma premisa, asumiendo la condición total como inseparable y necesaria para la existencia y pervivencia del Estado. El intervencionismo, pues, es una consecuencia ineludible; aunque se haga con discursos y formas diferentes. Pablo pone al Estado llevando la espada, nosotros vemos normal (algunos no) que lleve la espada, la industria, el turismo, la educación, el deporte, la economía, la sanidad, la cultura (y cualquier otra “cartera” que a ustedes se les ocurra).Frente al desastroso intervencionismo de un Gobierno, ahora ponemos el eficaz y próspero intervencionismo de otro.
El Estado salvador socialista, de izquierdas, se ha demostrada claramente como una ruina para la sociedad. ¿El Estado salvador conservador, de derechas, ese es claramente óptimo para que, por fin, las cosas se hagan correctamente? La sociedad civil, compuesta por esos enfermitos incapacitados, no le queda otra que esperar al salvador. Desde la fe cristiana, decimos: no. Sujetarse a la autoridad civil significa responsabilidad.
El modelo actual se parece más a la situación de un enfermo con su médico, y esa no es la ordenación de Dios para la política.
La corrupción del modelo actual puede verse en la formación del discurso político.
Se asume que se puede instrumentalizar el discurso, sin quiebra moral alguna, porque los ciudadanos no tienen capacidad para la verdad. Se trata de “guiarlos”, que para eso están los “líderes”, y las palabras son simples instrumentos. Se les puede mentir, aunque eso no es propiamente una mentira, pues es por su bien. Como al enfermo alterado en su conducta que el siquiatra le “miente” para que se tome una medicina. O al niño que se le cuenta una fábula para que obedezca y se coma todo lo del plato. Esto, además, vale tanto para gobernar como para conseguir acceder al Gobierno. El político sabe que puede mentir o falsear los hechos para conseguir quitar del Gobierno a otro que lo está haciendo mal. Es su “deber” a favor de los enfermos a los que el otro está danto tratamientos equivocados.
Esto no es una exageración. Está “doctrinalmente” establecido por autoridades de la filosofía política.
Un caso muy útil para reconocer esta situación se encuentra en la forma de actuación de los llamados neocons (ahora se habla menos de ellos, pero fueron clave en la política norteamericana y un sector de la europea hace unos años). Estos conservadores (o ultraconservadores) lanzaban su discurso contra los males del socialismo intervencionista. (Al final sus gobiernos “intervinieron” más de la cuenta.)
En nombre de su ultraliberalismo, seguían los dictados de su maestro Leo Strauss, que los había “liberado” de la responsabilidad de los ciudadanos comunes, y los había encumbrado a la categoría superior de verdaderos líderes. En ese peldaño, como nuevos sacerdotes, podían y debían usar cualquier discurso que resultara en el bien para la masa vulgar e incapacitada, que podría, sin ellos, seguir a falsos salvadores socialistas. El vulgo, la sociedad civil, era irrecuperable, su incapacidad mental es final, pero con ellos como guías podrían acceder a una mejor calidad de vida. El discurso, la palabra, lo que se dice, no tiene referentes morales o éticos.
La única verdad la conocen los superiores, solo ellos saben el camino (son el camino) y pueden legítimamente, sin reproche o censura moral, mostrarle imágenes y fábulas a la sociedad (la masa inferior) para que sigan la dirección que les conviene. En esa seguimos.
El Estado salvador está perdido. Y nosotros estaremos perdidos socialmente si esperamos a ese salvador. Como somos ovejas del Gran Pastor, no nos aborreguemos. Estemos sometidos a la autoridad civil, y sometamos y sujetemos a la autoridad civil a su naturaleza y cometido. Salvemos (socialmente) al Estado para que no se derrumbe en un Estado salvador.
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