El acto por el que una persona se causa la muerte, con conocimiento y libertad suficiente, es lo que habitualmente se conoce como suicidio.
Se trata de la mayor violación que existe de la propia vida. Un gesto irreversible mediante el cual se rechaza la soberanía absoluta de Dios sobre la existencia humana.
EL SUICIDIO EN LA HISTORIA
Entre los griegos, los estoicos se caracterizaron por su defensa del suicidio. El filósofo Zenón de Elea se quitó la vida con el fin principal de demostrar sus teorías acerca del suicidio.
También entre los pueblos celtas y romanos la acción de acabar con la propia vida llegó a considerarse como una demostración honrosa de valentía. Así Séneca defendía la idea de que el hombre sabio puede demostrar mediante el suicidio su amor y fidelidad a la patria.
Han sido bastantes los teóricos del suicidio a lo largo de la historia y, sobre todo, en la época moderna. Pensadores como Hume, Montesquieu, Schopenhauer, Nietzsche o Durkheim, eran fervientes partidarios de renunciar a la vida cuando ésta ya no les fuera agradable o satisfactoria.
En la actualidad son también numerosas las personas y entidades que defienden el derecho al suicidio libre y despenalizado. Se afirma, por ejemplo, que “en una sociedad liberal, basada en el principio de la autonomía moral del individuo, la ley no debería influir en evitar que en ciertas circunstancias la gente se quite la vida.
En otras palabras, aunque el suicidio pudiera ser o no un pecado en algunas circunstancias, desde luego no debería ser un delito” (Charlesworth,
La bioética en una sociedad liberal, Cambridge, 1996: 46). De manera que en el inicio del tercer milenio el suicidio tiende a convertirse casi en una institución social reivindicada por determinadas corrientes de pensamiento.
EL SUICIDIO EN LA BIBLIA
¿Cómo puede valorarse este asunto desde la Biblia? Ya se ha señalado en numerosas ocasiones que la vida humana, en la perspectiva de la Escritura, se concibe siempre como un don de Dios.
Sólo el Creador tiene autoridad sobre la vida y la muerte de su criatura. Es, por tanto, el verdadero propietario que la concede en usufructo para que el ser humano la administre y rinda cuentas al final de su buena o mala gestión. Esta creencia de los cristianos primitivos supuso una colisión frontal contra la cultura del suicidio que predominaba en el mundo pagano.
A pesar de que, en general, el suicidio es raro en la Biblia, no obstante
en las páginas del Antiguo Testamento se describen algunos casos famosos en los que determinados personajes se quitaron la vida.
Abimelec es uno de los primeros (Jue. 9:53-54). Cuando estaba intentando quemar la puerta de una torre, durante el transcurso de una sublevación cananea, cierta mujer le arrojó un pedazo de rueda de molino y le rompió el cráneo. La deshonra que ésto suponía para él le hizo pedir a su propio escudero que lo atravesara con la espada.
Algo parecido ocurrió con
Saúl y su escudero (1 S. 31:3-5). También
Ahitofel se ahorcó cuando comprobó que Absalón no había seguido su consejo (2 S. 17:23).
Zimri, el comandante del rey Asa, después de cerciorarse de que sus intrigas habían salido mal, se encerró en el palacio real, le pegó fuego y murió quemado (1 R. 16:18).
Sansón, no sólo se vengó de tres mil filisteos derrumbando la casa donde se reunían sino que él mismo pereció también en aquella hazaña (Jue. 16:27-30).
Incluso en el Nuevo Testamento se relata el suicidio de Judas Iscariote después de traicionar al Señor Jesús (Mt. 27:5).
¿Cómo explicar todas estas acciones contra la propia vida?
La ley mosaica del Antiguo Testamento no se refiere directamente al suicidio porque lo contempla dentro del homicidio. Si la muerte provocada a otra persona estaba condenada por la ley de Dios, ¡cuánto más reprobable sería matarse uno mismo!. Estos acontecimientos bíblicos no constituyen la norma, ni tampoco suponen una aprobación de la conducta suicida sino que por el contrario, el pueblo judío despreciaba a quienes se quitaban deliberadamente la vida.
El ejemplo de Job es suficientemente revelador al respecto. Cuando está atravesando los peores momentos de su vida es capaz de gritar: “¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre? Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría” (Job 3:11,13). Sin embargo, a pesar de sus calamidades y sufrimientos jamás contempla el suicidio como una opción éticamente aceptable.
Los casos que figuran en la Biblia son simples constataciones históricas de hechos puntuales que desgraciadamente ocurrieron pero que, de ningún modo, son moralmente aprobados.
El suicidio es para el hombre bíblico una clara violación del quinto mandamiento del Decálogo ya que sólo Dios tiene poder y es soberano sobre la vida humana. Como afirma el apóstol Pablo en su carta a los romanos: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Ro. 14:7-8).
Pero
nuestra vida y nuestra muerte no sólo afecta al Dios Creador y a nosotros mismos, sino también a las demás personas con quienes convivimos. No habitamos dentro de una burbuja aislada. Nadie vive sólo para sí, de ahí que el hecho de quitarse la vida tenga también repercusiones negativas sobre los demás.
Como escribe Hans Jonas: “Puedo tener responsabilidad por otros cuyo bienestar depende del mío, por ejemplo como mantenedor de mi familia, como madre de niños pequeños, como titular decisivo de una tarea pública, y tales responsabilidades limitan sin duda no legalmente, pero sí moralmente, mi libertad de rechazar la ayuda médica. Son por su esencia las mismas consideraciones que restringen también moralmente mi derecho al suicidio” (Jonas,
Técnica, medicina y ética, Paidós, Barcelona, 1997: 161). Desde la visión bíblica el suicidio es moralmente tan inaceptable como el homicidio.
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