El protestantismo tiene un principio que está más allá de todas sus realizaciones. Es el fundamento crítico y dinámico de todas las realizaciones protestantes, pero no es en sí una realización. […] Las trasciende como trasciende cualquier forma cultural. El principio protestante, nombre derivado de la protesta “protestante” destinada a contrariar las decisiones de la mayoría católica, contiene las protestas divinas y humanas contra cualquier exigencia absoluta referente a una realidad relativa, y se opone a la misma aun cuando la efectúe una iglesia protestante. El principio protestante es juez de toda realidad religiosa o cultural, incluyendo la religión y la cultura que se denominan a sí mismas “protestantes”
[1]. Paul Tillich
1. REFORMAS RELIGIOSAS Y NUEVAS FORMAS CULTURALES
Aún cuando en algunas ocasiones las reformas sociales, religiosas o culturales que aparecen en periodos históricos de la Biblia llegaron tardíamente, como fue el caso del intento de Josías, la obediencia a los lineamientos divinos fue el motor que propició un cambio de orientación en la vida del pueblo, conducido por líderes políticos y religiosos que no podían evitar servir a intereses determinados y a colocar las “razones de Estado” por encima de la conveniencia espiritual de seguir las pautas indicadas por la Ley religiosa.
Con todo, cada intento exitoso por poner a funcionar las transformaciones que las coyunturas exigían propició el desarrollo de nuevas formas culturales que podían vitalizar o actualizar las intuiciones originales de los proyectos comunitarios. Moisés, por ejemplo, visto desde esta orientación, fue un ideólogo que trató de instalar en la conciencia de su pueblo (con todo lo que supone este tipo de abstracción verbal) la posibilidad de superar la
mentalidad monárquica (Walter Brueggemann)
. Aunque no lo consiguió del todo, sí logró sembrar la semilla de una crítica profética consistente que siempre afloró en la historia posterior y que abrió los cauces para una protesta soterrada en contra de los excesos del modelo monárquico del Estado hebreo. Fue el recuerdo velado (y muchas veces explícito) de lo que él hizo lo que movilizó a las fuerzas opuestas a la monarquía para encararla y recordarle que su existencia no obedeció a los planes divinos y que fue más bien una concesión a los deseos del pueblo.
II Reyes 23 informa, desde una perspectiva teológica poco optimista y mucho menos triunfalista, cómo las reformas sociales y religiosas de Josías se llevaron a cabo, pero bajo la sombra de un anuncio de juicio que presidió todo lo que hizo este rey reformador. La celebración de la Pascua, que no se hacía desde mucho tiempo atrás (vv. 21-23), estuvo precedida por un acto de reivindicación de la persona de un profeta anónimo que había anunciado todo lo que él haría (I Reyes 13.1-10). Más tarde, proscribió la adivinación y prácticas afines, para estar más acorde con las enseñanzas de la teología deuteronomista al respecto (II R 23.24; Dt 18.10-12).
Todo ello vino a renovar la cultura religiosa mediante la actualización de la tradición que los sacerdotes ya no representaban adecuadamente, pero que no alcanzó a abarcar a la religiosidad popular a pesar de sus esfuerzos, porque, como refiere Henri Cazelles
[2] acerca del profeta Jeremías, los sacerdotes controlaban la mentalidad religiosa:
En función de las posibilidades ofrecidas por el Deuteronomio (17.6ss), Jeremías optó por establecerse en Jerusalén, donde gozó de la amistad del partido reformador, que lo sostuvo en los momentos difíciles (Jr 26.24). Pero sólo tenía limitados derechos al culto del templo, como los demás levitas (II R 23.9b), y tropezó con el clero de Jerusalén. Lo que encontró en Jerusalén era exponente de la magnitud de la corrupción (cf. 5.1ss) y de la fuerza de la resistencia a la política de Josías.
2. ALGUNOS VALORES CULTURALES DE LA FE REFORMADA
Las reformas religiosas del siglo XVI, igualmente, más allá de su diversidad y sus respectivos enfoques doctrinales y confesionales, también produjeron cambios culturales de dimensiones variadas según los países, regiones e iglesias.De ahí que no sea posible hablar de una manera uniforme, aunque existen paralelismos importantes entre las diferentes vertientes.
Si se habla de la Reforma Magisterial, constantiniana, y de su contraparte, las iglesias libres y contrarias al maridaje con los Estados de la época, también es posible referirse a las tendencias más explosivas en términos políticos o piadosos, como parte de un ambiente de reacomodo y reajuste de las mentalidades y prácticas religiosas por el surgimiento y consolidación de nuevos estamentos sociales. Las burguesías locales fueron adaptando la fuerza ética y social de las nuevas creencias “protestantes” según conviniera a sus intereses.
Con todo, es posible advertir que, en general, y como parte de una sedimentación progresiva de las creencias y las prácticas litúrgicas y de los ordenamientos doctrinales, en camino a la conformación de la llamada “modernidad occidental”, se puede hablar de que al menos se incubaron tres formas culturales fundamentales para el desarrollo, dentro y fuera de la Iglesia, de una nueva convivencia social: una cultura crítica, una cultura democrática y una cultura inclusiva, todo ello teóricamente en el germen de prácticas que progresivamente tendrían que batallar con y crecer al lado de la secularización de las sociedades.
En cuanto a la primera, debe relacionarse con ella la promoción amplia de la educación, ligada a la lectura y el libre examen de la Biblia, pues así surgió una nueva manera de ser sujeto en la relación con el conocimiento y con el análisis de las realidades.
Sobre la segunda, la mayor participación de las personas, superando el esquema estamental, pueblo en la organización y en la toma de decisiones al interior de las comunidades, se proyectaría después al ámbito externo y político.
Y la tercera, la inclusividad, a partir de la doctrina del sacerdocio universal de todos los/as creyentes, se establecería con el paso del tiempo como el fundamento de la pluralidad de ministerios y llamamientos. La idea y la promoción de la vocación como un acto divino de señalamiento específico de capacidades, se relaciona también con la división secular del trabajo y la apertura a nuevas capacidades según las nuevas necesidades sociales.
De tal forma, que al hablar de la fuerza cultural de las reformas religiosa del siglo XVI hay que situarlas en el marco de la consolidación de la modernidad y la contigüidad y el fomento de una modernidad que llegaría, irremediablemente, a establecer cambios mayores en el comportamiento de los conglomerados humanos.
[1] Paul Tillich, La era protestante. Trad. de Matilde Horne. Buenos Aires, Paidós, 1965 (Biblioteca de ciencia e historia de las religiones), pp. 245-246.
[2] H. Cazelles, Historia política de Israel.desde los orígenes a Alejandro Magno. Madrid, Cristiandad, 1984 (Introducción a la lectura de la Biblia, 1) p. 184.
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