Muchos continúan en su afán de deslegitimar la identidad construida por los indios evangélicos. Lo hacen desde distintas ópticas y por las más variadas motivaciones.De esto me ocupo en el escrito que sigue a la cita de Fernando Savater. El trabajo fue publicado antes en un libro colectivo, por la Universidad Nacional Autónoma de México.
[1] Lo he revisado, le hice correcciones y amplié ligeramente para ser incluido como un capítulo de la segunda edición de mi libro
Poligénesis del cristianismo evangélico en Chiapas. Ofrezco a mis posibles lectores de
Protestante Digital la sección mencionada en la obra a ser publicada en México por CUPSA.
Sin duda la riqueza fundamental de los seres humanos es su semejanza, el hecho de que compartan su condición simbólica y su terror metafísico ante el destino mortal en el universo que les engendra y les abruma. Ser semejantes les permite comprenderse, colaborar, traducir sus mensajes y sus poemas, trabar entre ellos los lazos siempre imprescindibles de la complicidad civilizada. Pero esa semejanza queda mutilada si se limita a la repetición incesante de lo idéntico dentro de cada ocasional grupo histórico (nada más perversamente inhumano que absolutizar cualquier identidad cultural) en lugar de buscar la combinación con lo distinto, con la aportación insólita descubierta por quien, padeciendo nuestras mismas necesidades y anhelos, ha sabido darles otra perspectiva. Fernando Savater
Las resistencias de los indígenas protestantes de Chiapas, y/o a sus experiencias auto organizativas buscan la defensa de un espacio de identidad frente a hostigamientos que les llegan de distintas partes.Tales amenazas a su integridad en mucho han sido posibles por el desentendimiento de las instituciones del Estado mexicano, y el desinterés de quienes defienden el respeto a los derechos humanos pero consideran políticamente incorrecto hacerlo en el caso de los indios evangélicos.
Voy a referirme a un punto que siempre está a debate cuando se habla de los indígenas. Normalmente se entiende como verdaderos indígenas a una manera de serlo, y esa tipología tiene que ver con uno de sus componentes centrales, si no es que
el componente, que se relaciona con la pureza del ser indígena.
Para ser reconocido como tal, sobre todo por actores externos, el indígena debe tener una práctica religiosa identificada con una religión tradicional: el catolicismo y/o lo que se consideran ritos prehispánicos. Aunque éstos últimos en realidad, lo han mostrado estudios antropológicos, no son prácticas prehispánicas sino producto de la Colonia. No son exclusivamente construcciones indígenas, son resultado de la colonización a la que los pueblos indios dieron distintas respuestas. Se apropiaron de religiosidades impuestas, las reconstruyen y las hacen suyas con nuevos significados.
Durante los siglos de la Colonia hubo en buena medida lo que llamo
conversión taimada a la propuesta de los conquistadores. Una conversión como esta es hacia afuera, mientras hacia adentro se siguen guardando creencias religiosas anteriores que terminan por, de alguna manera, mediatizar, el mensaje religioso exógeno. Por siglos los indígenas, desde su marginalidad y opresión, han sabido preservar y transmitir un cierto núcleo de independencia en todos los órdenes. Esto se comprueba claramente en el caso de Chiapas, donde los indígenas desde su debilidad negociaron cognoscitivamente con las propuestas externas. Las hicieron suyas, con frecuencia las modificaron para, finalmente y de cierta forma, salir triunfantes frente a las imposiciones religiosas y de otro tipo (Ortiz Herrera, 2003).
Una de las primeras luchas que tienen los indígenas protestantes es mostrar, sobre todo a sus críticos de afuera, que también son indígenas.Porque si se define como indígena a quien practica una religión tradicional, particularmente el catolicismo mezclado con los elementos que les han sumado los indios, obviamente quienes no se identifican con la religión ancestral entonces no son indígenas. El problema es aceptar tal criterio como el único válido, el canónico que mide a los demás.
Quien carece de pertenencia al catolicismo o a lo que en los pueblos indígenas de Chiapas llaman “la costumbre”, es un indígena deuterocanónico.[2] Está fuera por no ajustarse a una definición estrecha de lo correcto.
La costumbre sale a flote muy nítidamente cuando uno hace estudios de adscripción religiosa en Chiapas. En los censos de población un buen número de municipios, sobre todo de Los Altos de Chiapas, reportan altos porcentajes de personas “sin religión”. Tales porcentajes alcanzan entre 15 y 40 por ciento, o más. Es decir, en algunos casos, casi diez veces mayor, que lo reportado como media nacional, o en ciudades como la de México, Guadalajara y Monterrey, por citar las tres más grandes y con mayores niveles de ingreso y educativo. ¿Cómo es posible que en los espacios más tradicionales y de menor desarrollo (en distintos rubros socioeconómicos, como es el caso de Chiapas) donde lo religioso está en buena medida unido con la organización social y política de las comunidades, reporte tan altos números de supuestos ateos?
La respuesta está en que desde la lógica de quienes diseñan los censos y levantan la información, para ellos, automáticamente, se interpreta la respuesta de quienes dicen no tener religión como sinónimo de ateismo. Obviamente la medición externa es errónea. Que hubiese más ateismo en los pueblos de mayoría indígena de Chiapas que en las mayores urbes mexicanas, sería una excepción sociológica, que iría en contra de lo que globalmente se sabe acerca de los procesos de secularización.
Entonces la cuestión es entender que la respuesta sin religión se refiere a prácticas religiosas que no se identifican con las posibilidades de respuesta que aparecen en los censos. Porque sí tienen religión, pero es lo que llaman “el costumbre”. Una definición que me parece le hace justicia es la de Jan de Vos:
Los indígenas llamaron a su religiosidad la Costumbre. Creo que es uno de los monumentos culturales más llamativos y bellos que se ha construido en estas tierras. A veces sostengo solo esta interpretación, pero considero la Costumbre merece una mayúscula para poder ponerla al lado de la Iglesia Católica y, ahora, las denominaciones Protestantes… La Costumbre indígena llegó a ser un sistema holístico donde todo se integraba junto con una gran disciplina y cohesión social. La Costumbre lo era todo. Las comunidades lograron estructurarse en torno a esta costumbre, en la que obviamente lo religioso era lo fundamental, pero en la que también funcionaba lo económico, lo político, todo. En cambio, creo que en la población mestiza, primero española, después criolla y mestiza y finalmente mestiza, este catolicismo popular siguió funcionando básicamente a nivel devocional. Pero no tuvo que ver con lo ético. En la Costumbre funcionaban sistemas de control muy elaborados para que, por ejemplo, no hubiera excesos en el ejercicio del poder; ahí no era posible legalmente llegar a cosas que podían romper la unidad de la comunidad, lo que podríamos llamar los pecados sociales como el rompimiento del matrimonio… Todo estaba mucho más estructurado en la otra religiosidad. En ambos casos de modo muy devocional, pero en el caso de la Costumbre también se llegaba a planteamientos éticos y a reglas de convivencia social y hasta política. Me parece que en el desarrollo del catolicismo no hubo realmente fases de reestructuración o cambios profundos como los hubo en la Costumbre del siglo XIX en Chiapas(De Vos, 1999:14-16).
El ser indígena en una sociedad como la mexicana, que se dirige hacia más pluralización y no menos, también es una realidad que se transforma y diversifica. Hay distintas maneras de ser indígenas, y su construcción en la historia reciente no deja lugar a dudas. Como en el caso de los indios e indias que decidieron hacer suya una pastoral impulsada por el obispo católico Samuel Ruiz, y la conjuntaron con otros elementos que dieron por resultado tanto una organización eclesial como una opción política y social.
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Los indígenas protestantes son otra forma de expresión teológica y social, no impuesta desde afuera, sino fruto de una raíz elegida por ellos. No fueron, ni son, víctimas propiciatorias de predicadores externos que les engañaron. Respondieron de forma activa, haciendo suya una propuesta que les llegó de afuera, pero que ya es, desde hace mucho, una práctica endógena.Por lo tanto las clasificaciones externas, las que intentan extender certificados de suficiencia indígena, finalmente son definiciones de vista corta. En esta miopía influye la visión imaginaria que de los indígenas se tiene en los espacios cosmopolitas y/o doctrinarios.
Alejados de tipologías que les son ajenas,
lo que está sucediendo en los pueblos indios de Chiapas, y del país, es que miles de indígenas están optando por una nueva identidad religiosa, el cristianismo evangélico, el protestantismo. En el caso de la parte predominantemente indígena de Chiapas existen municipios, como el de Chenalhó y otros de población tzotzil o tzeltal, que tienen porcentajes de entre 20 y 45 por ciento de habitantes que se declaran evangélicos. Recordemos que la media nacional en el mismo rubro apenas supera el cinco por ciento, según el Censo del 2000 y ocho por ciento en el del 2010. Esta comparación nos muestra que el cambio religioso en las comunidades indígenas de Chiapas, pero también en Oaxaca (aunque con un ritmo más lento) y de otros estados del sur-sureste de México, apunta hacia una creciente pluralización de las creencias religiosas. Esto acontece con mayor celeridad que en los espacios modernos de la nación. Explicar por qué sucede esto no es tema de nuestra exposición, solamente apuntamos lo que arrojan los datos al respecto.
Los factores para diversificar religiosamente Chiapas son múltiples, como lo son los actores que contribuyeron a posicionar el protestantismo en la entidad.[4] No fue, como se afirma reiteradamente, mediante misioneros norteamericanos que se inició la implantación del protestantismo en tierras chiapanecas. Poca atención se ha prestado a una vertiente que considero más influyente en el desarrollo del cristianismo evangélico en esa parte de la geografía nacional. Se trata de las conversiones de indígenas que migraban, en su mayoría por razones de trabajo, a Tabasco y a las fincas cafetaleras del Soconusco. Ya convertidos y/o sensibilizados por la evangelización protestante, fueron los principales difusores del mensaje.Desde finales del siglo XIX existen núcleos evangélicos en la frontera de México con Guatemala. Mames de aquí y de allá convivieron en las fincas con indígenas llegados de Los Altos de Chiapas. Aquellos compartieron sus creencias con éstos, resultando varios conversos que fueron anónimos misioneros al regresar a sus poblaciones alteñas. Esto sucedió entre cuarenta y cincuenta años antes de que llegaran los del Instituto Lingüístico de Verano, organismo que siguen señalando como el que llevó el protestantismo a Chiapas.
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Cuando el número de conversos indígenas al protestantismo es muy pequeño no representan reto alguno para su comunidad. Sobre todo porque mantienen sus creencias con nula o escasa expresión pública. Conforme las células crecen y comienzan a llamar la atención de familiares o amigos cercanos, acontecen las reacciones con distintos grados de hostilidad. En algunos poblados el hostigamiento se torna cotidiano y violento, y tiene continuidad durante dos o tres décadas. En otros el ciclo persecutorio es más corto y los creyentes evangélicos terminan por ganar su espacio. Hoy contamos con investigaciones que nos muestran que las actitudes de la población tienen diferencias importantes, sabemos que históricamente las persecuciones más crudas se han concentrado en dos municipios: Chamula y Las Margaritas (Rivera Farfán, 2005a).
Es mayormente en Los Altos de Chiapas donde se ha dado el trato más hostigante y con frecuencia violento a los indios protestantes. Las expulsiones iniciaron a mediados de los años sesenta del siglo pasado, se tornan masivas, en el caso de Chamula, en los setentas, y siguen durante los ochentas y noventas. Tenemos conocimiento de esto por el caudal de denuncias de los expulsados ante distintas instancias locales, estatales y nacionales. Prácticamente nadie les hizo caso. Al fin y al cabo eran indios, y además con una práctica religiosa heterodoxa. Por otra parte no todas —ni la mayor parte de— las poblaciones indígenas respondieron con ataques a los nuevos actores religiosos.
¿Por qué sí hubo reacciones en extremo violentas, como en Chamula? El asunto tiene varias aristas. Una de ellas se relaciona con la impunidad que benefició a los perpetradores de golpizas, despojos y expulsiones. Los líderes chamulas pudieron hacer lo que quisieron con los evangélicos porque no hubo autoridades estatales que les pusieran un alto. Como “Joya del indigenismo” oficial, en Chamula se dejó hacer y deshacer a los caciques. Disfrutaron en su municipio de una autonomía de facto, a cambio de garantizar al PRI el cien por ciento de las votaciones. En este sentido es muy certera la explicación de Jan Rus (1998), quien describe a la de Chamula como una Comunidad Revolucionaria Institucional. En ese municipio la identificación con el PRI (y/o los gobiernos estatales emanados de ese partido) fue más intensa. Chamula es un caso paradigmático, porque la existencia de los grupos de indígenas evangélicos se vio más amenazada que en cualquier otro lugar de la geografía chiapaneca.
En un caso como el anterior, donde existe simbiosis entre lo político y religioso, quien rompe con alguna de esas partes rompe con el todo. Desvincularse del núcleo religioso identitario de la comunidad, es hacerlo también de la organización política y económica de la misma. Enfatizar el punto no está de más, la disidencia religiosa conlleva “amenazas” políticas al conjunto de una sociedad en la que es inseparable la confesionalidad religiosa de su estructuración política. Por lo tanto, sostener, como lo hacen varios observadores, que los indígenas protestantes son expulsados por “supuestos motivos religiosos”, es minimizar, o desaparecer, una de las causas por las que se les ha expulsado de Chamula a partir de los años sesenta del siglo XX.
Los números de expulsados protestantes son muy variados. Hay fuentes que reportan que a lo largo de cuatro décadas son diez mil los desplazados. Otros afirman que son más de treinta mil. Depende de cómo se mide, si se incluyen solamente a los originalmente expulsados, o si se considera en situación de expulsión también a sus descendientes. Pero incluso en la estimación más baja el número no tiene parangón en la historia contemporánea de México.Estamos ante un caso de violación masiva de derechos humanos, pero también ante un caso de invisibilización sufrido por miles de indígenas cuya suerte no le ha interesado a la mayoría de personajes y organizaciones que usualmente levantan sus críticas cuando se vulnera la dignidad humana.
Ante la violación reiterada de sus derechos, y la invisibilización, los expulsados organizaron sus respuestas de varias formas.Al principio, y con denuncias judiciales que levantaron, esperaron refugiados en lugares que les facilitaron mestizos evangélicos en San Cristóbal de las Casas a que las autoridades aplicaran la ley y castigaran a sus perseguidores. Cuando esto no sucedió y el número de desplazados aumentó, finales de los setentas y principios de los ochentas, decidieron pasar a otra etapa: la creación de las colonias de expulsados en la periferia de la antigua capital chiapaneca. La primera en su tipo fue La Nueva Esperanza, con más de tres décadas de existencia. La segunda fue Betania, fundada en 1980, y que se localiza en el municipio de Teopisca.
En un multitudinario acto conmemorativo de la resistencia que dio nacimiento a Betania, el domingo 31 de julio tuvo lugar una gran concentración para celebrar los 25 años de fundación del poblado. La ceremonia al aire libre tuvo entre 3 mil y 4 mil asistentes, hubo varios estilos de música y el programa se inició con la entrada al lugar de un contingente acompañado por una banda que interpretaba el himno
Firmes y adelante, huestes de la fe. Hubo un recuento histórico y pasaron al estrado algunos de los que dirigieron dos décadas y media atrás el asentamiento de las primeras familias. El día del acto, y de acuerdo con el propio censo de las autoridades del lugar, Betania contaba con 628 jefes de familia, más o menos unos 4 mil pobladores, 10 veces más que los habitantes originales.
Como en otras diásporas forzosas en la historia, obligadas por sus perseguidores, la que resultó en la fundación de Betania es un recordatorio tanto de los costos de la intolerancia como de la lucha de quienes defendieron su derecho a la diferencia y el respeto a sus derechos humanos. Por eso recordaron, por eso celebraron la lid que dio origen a su poblado.
Las colonias de expulsados son una muestra de resistencia, espacios desde los cuales la población indígena evangélica afirma su derecho a existir una vez que se agotan las posibilidades de regresar a sus comunidades originales. Son una especie de organizaciones autónomas. Les dan origen con sus propios recursos, y/o con apoyos de correligionarios dentro y fuera del país. Lo hacen ante la total indiferencia y desentendimiento de las autoridades de Chiapas y federales. Sus espacios son construidos, social y materialmente, a contracorriente de quienes les perseguían, pero también contra el Estado mexicano que no hizo valer las leyes y consintió las expulsiones. Por ejemplo, en San Cristóbal de Las Casas, la antigua capital de Chiapas, hacia principios de los noventas unas doce mil familias, en su mayoría tzotziles y tzeltales, se fueron instalando tras ser expulsadas por su vínculo con la fe protestante. El número mencionado solamente corresponde a las personas asentadas en las inmediaciones del periférico de la ciudad coleta. Donde han construido espacios para poder vivir de acuerdo a sus creencias, perseguidas en sus poblados de origen (Fernández Liria, 1993:11).
Con sus propias fuerzas y organización los miles de expulsados construyeron en terrenos sin servicios, edificaron sus viviendas y paulatinamente introdujeron luz, agua, escuelas, clínicas y telefonía. Esos espacios marginales son hoy lugares bien asentados, que contrastan por la calidad de vida de sus habitantes con las de poblaciones que debieron dejar por la intolerancia religiosa. En cierta medida son precursores de muchas organizaciones indígenas que en las dos últimas décadas del siglo XX levantaron reivindicaciones sociales y de respeto a los derechos humanos.
A las comunidades protestantes que primero se refugiaron en San Cristóbal de Las Casas, que después, al percatarse que su situación no tendría solución a corto ni mediano plazo, fundaron sus colonias;
hay que agregar las que realizaron un éxodo hacia la Selva. Gruposde evangélicos salieron de sus pueblos, al igual que lo hicieron otros, como los católicos identificados con la pastoral del obispo Samuel Ruiz García, con la esperanza de encontrar tanto mejores tierras como condiciones de vida más benéficas. De hecho la diócesis de San Cristóbal elabora lo que llama una Pastoral del Éxodo, en la que se presenta el periplo como la salida de la Finca/Egipto hacia la meta Selva/La Tierra Prometida, la que se visualiza con su símil bíblico, un lugar fértil, donde “fluye leche y miel”.
Los indígenas protestantes migran hacia la Selva, donde vislumbran construir espacios de libertad. Van con la esperanza de poder practicar su confesión religiosa sin restricciones. Anhelan edificar comunidades modelo. Los mueve la utopía, la convicción de que es posible encontrar “cielos nuevos y tierra nueva”, como dice el libro de Apocalipsis. Con su “escapismo” ponen en tela de juicio a la sociedad de la que salieron, donde fueron discriminados y carecían de derechos para practicar sus creencias y difundirlas. Cabe acotar que además de los católicos y evangélicos que se fueron a la Selva, “una tierra para sembrar sueños” la llama Jan De Vos (2002), también llegaron a ella testigos de Jehová y precursores de lo que vendría a ser El Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Chiapas concentra los porcentajes más altos a nivel nacional de distintas confesiones, entre otras los testigos de Jehová, los adventistas, los presbiterianos, pentecostales, los de la Iglesia del Nazareno, etcétera. Además en la entidad existe una comunidad musulmana muy pequeña, pero que no tiene igual en el país. La gran mayoría de sus integrantes son tzotziles, y los difusores iniciales de este credo fueron españoles que se asentaron en San Cristóbal de Las Casas con la intención de hacer prosélitos.
[6] Como se ve, el territorio chiapaneco es, pese a todo, hospitalario para distintas creencias religiosas.
La variada y extensa geografía de Chiapas ha sido desde siempre tierra de misión. Pero no nada más de misión religiosa, sino también política. En esta óptica hay que ver al subcomandante Marcos y a los mestizos que le acompañaron en la tarea de “sembrar y cultivar” al EZLN en ese rincón del país. Su misión fue llevar un evangelio político, el cual fue bien recibido por un amplio sector de los indígenas. No hubo manipulación, se dio un intercambio entre los misioneros ezelenitas y los indios cuyas terribles condiciones de vida les hicieron particularmente receptivos al mensaje social y político.
Incluso las comunidades indígenas más tradicionalistas y supuestamente cerradas a las influencias externas, en realidad han establecido más negociaciones cognoscitivas, y por ende valorativas, de las que están dispuestos a reconocer los antropólogos esencialistas. Lo que sucede es que hay algunos contactos y adaptaciones que, desde afuera, sí se ven como válidos y otros no. Por su parte los indígenas adoptan y resignifican toda clase de propuestas, incluso, y quizás sobre todo, aquellas que muchos de sus redentores de todo tipo consideran políticamente incorrectas. Quienes conciben que las comunidades indígenas buenas son las herméticas, las que no se contaminan con valores y doctrinas ajenas a su idiosincrasia (cualquier cosa que sea esto), sostienen un romanticismo vano, además de enarbolar un
topus uranus que nada más no existe en las comunidades indias. Éstas son dinámicas, sus identidades no son estáticas, se forjan en contacto con otros seres humanos. Todos estamos “contaminados” por elementos exógenos. En este sentido quien esté libre de contaminaciones exógenas que arroje la primera piedra.
En la mayoría de los pueblos indios de Chiapas ya se resolvió la cuestión de qué hacer con los convertidos al protestantismo. Éstos ya ganaron su permanencia en las poblaciones, forman parte de una realidad variopinta, multicolor, que en buena medida es fruto de su resistencia, de su decisión para enfrentar un medio que les era muy hostil.Se encuentran bien enraizados lo mismo en las zonas dominadas por los zapatistas, que en las comunidades mayormente católicas o tradicionalistas.
Existen focos de intolerancia violenta en algunos municipios chiapanecos, pero ya no tiene los niveles de hace dos o tres décadas. Y no los tiene en buena medida por la propia resistencia, por la lucha de los indígenas evangélicos que se organizaron para defender sus derechos.
A esta lucha no le ha acompañado un ejercicio de comprensión por parte de sectores identificados con gestas libertarias. Me refiero a la izquierda, porque está claro que la derecha mexicana, muy identificada con la Iglesia católica, sigue atada a la conservadora idea de que sólo son verdaderos indígenas los indios católicos. Es muy lamentable que desde posturas políticas progresistas sigan señalando a los indígenas evangélicos de agentes de una cultura extraña y dañina.
Los indígenas no son recipientes vacíos, que se pueden llenar al gusto de quien vierte en ellos lo que se le antoja. Más bien son agentes activos en su conversión, la que eligen después de valorar distintos aspectos de la propuesta. Exactamente el mismo discurso tiene distintos efectos, dependiendo del lugar donde se presenta y las personas que lo reciben. Por lo tanto el “auditorio” sí importa, las condiciones en las que viven las personas influyen en una u otra dirección la respuesta que se da al mensajero exógeno.
Hay muchas formas de resistencia, y la de los indígenas protestantes de Chiapas es un reto para quienes buscamos entender las transformaciones que viven nuestros pueblos originarios.
BIBLIOGRAFÍA
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Eslabones, julio-diciembre, núm. 14, 1997, pp. 88-101.
_____ “Chiapas, el camino de un pueblo”,
Ixtus, núm. 26, 1999, pp. 13-25.
_____
Una tierra para sembrar sueños: Historia reciente de la Selva Lacandona, 1950-2000, Fondo de Cultura Económica, México, 2002.
Fernández Liria, Carlos, “Enfermedad, familia y costumbre en el periférico de San Cristóbal de Las Casas”, en
Anuario 1992, Gobierno del Estado de Chiapas-ICHC, Tuxtla Gutiérrez, 1993, pp. 11-56.
Martínez García,
Poligénesis del cristianismo evangélico en Chiapas, Centro de Estudios del Protestantismo Mexicano-Publicaciones El Faro, 2004.
_____ “Indígenas deuterocanónicos”,
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_____ “De otros indios y otras resistencias: los protestantes en Chiapas”, en Horacio Cerutti, Carlos Mondragón González y J. Jesús María Serna Moreno (coordinadores),
Resistencia, democracia y actores sociales en América Latina, Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe-UNAM, México, 2008, pp. 103-113.
Morquecho, Gaspar,
Bajo la bandera del Islam. Un acercamiento a la identidad política y religiosa de los musulmanes en San Cristóbal de Las Casas, Ediciones Pirata, San Cristóbal de Las Casas, 2004.
Ortiz Herrera, Rocío,
Pueblos indios, Iglesia católica y élites políticas en Chiapas (1824-1901), una perspectiva comparativa, CONECULTA Chiapas-Colegio de Michoacán, Tuxtla Gutiérrez, 2003.
Rivera Farfán, Carolina y María del Carmen García Aguilar,
et. al.,
Diversidad religiosa y conflicto en Chiapas: intereses, utopías y realidades, UNAM-CIESAS-COCyTECH-Gobierno de Chiapas-Secretaría de Gobernación, México, 2005a.
Rus, Jan, “La Comunidad Revolucionaria Institucional: la subversión del gobierno indígena en Los Altos de Chiapas, 1936-1968”, en Viqueira, Juan Pedro y Mario Humberto Ruz (editores),
Chiapas, los rumbos de otra historia, UNAM-CIESAS-CEMCA-Universidad de Guadalajara, México, 1998, pp. 252-277.
Serna Moreno, J. Jesús María, “Religiosidad popular en los procesos de construcción de nuevas utopías en algunas comunidades chiapanecas”, en Horacio Cerutti Guldberg y Carlos Mondragón González (coordinadores),
Religión y política en América Latina: La utopía como espacio de resistencia social, UNAM-CCyDEL, México, 2006, p. 99.
[2]Al respecto ver Carlos Martínez García, “Indígenas deuterocanónicos”,
La Jornada, 7/XII/2006, p. 27.
[3]En el proceso de forjar su identidad los indígenas que migraron a la Selva chiapaneca hablan de cuatro caminos. “1.
Sc’opte Dios (la Palabra de Dios), es decir, la concientización nacida de la evangelización llevada a cabo en la diócesis de San Cristóbal de Las Casas a partir de la década de los sesenta; 2. la organización, es decir, el alto grado de estructuración sociopolítica alcanzado gracias a la asesoría de la misma diócesis y de varios movimientos de izquierda desde la década de los setenta; 3. el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), es decir, la vía de las armas promovida por los guerrilleros de las Fuerzas de Liberación Nacional a partir de los ochenta; 4.
Slop (La Raíz), es decir, la propia identidad étnica preservada por los pueblos indios a pesar de casi cinco siglos de opresión ejercida por los kaxlanes: españoles primero, mexicanos mestizos después (De Vos, 1997:90).
[4]Sobre el tópico me ocupo en
Poligénesis del cristianismo evangélico en Chiapas.
[5]Un ejemplo reciente es el de Serna Moreno (2006:99), quien escribe: “La evangelización protestante de los indígenas de Chiapas corrió inicialmente a cargo de misioneros norteamericanos y se remonta al año de 1938…”.
[6]Es muy útil al respecto el trabajo de Gaspar Morquecho (2004).
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