Aunque no siempre resulten fáciles de definir, lo cierto es que estos los conceptos de salud y enfermedad han estado íntimamente relacionados en la conciencia de casi todos los pueblos y se han venido traduciendo en realidades concretas que las personas podían comprender.
Muchas han sido las culturas que vincularon de manera directa el estado físico del hombre con sus particulares creencias mágicas y religiosas. Frente a determinados poderes maléficos u hostiles que según se creía eran capaces de postrar al ser humano, había que recurrir a algún ritual sanador que contrarrestara y devolviera la salud.
Este es el sentido de tantos sacrificios, ritos, danzas y demás celebraciones mistéricas que han proliferado a lo largo de la historia.
El hombre de la Biblia entiende también la enfermedad como una atadura ocasionada por el poder del mal(
Lc. 13:11-16). Según el pueblo hebreo existiría una estrecha relación entre pecado y enfermedad. Es lo que se aprecia, por ejemplo, en situaciones como aquella en la que Jesús sanó al paralítico de Betesda y le dijo textualmente, en unos términos que él podía muy bien entender: “Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (
Jn. 5:14).
De acuerdo con tal concepción, el Evangelio muestra siempre a Jesús en lucha abierta contra todo tipo de enfermedades. El perdón de las culpas implica a la vez una ruptura radical entre pecado y trastorno físico.
Es precisamente, a través de las curaciones y de la expulsión del mal, como se inicia el reino de Dios en la tierra. El Señor toma nuestras enfermedades y carga sobre sí nuestras dolencias (
Mt. 8:17). Sólo su poder es verdaderamente capaz de alejar la enfermedad.
Sin embargo, la predicación del Maestro introdujo un nuevo matiz en esta idea que hasta entonces se tenía acerca de la relación entre la enfermedad y el castigo a causa del pecado.
Cuando sus discípulos le preguntan, refiriéndose a un ciego de nacimiento: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?”, la respuesta fue inmediata: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (
Jn. 9:2-3). Es como si hubiera dicho que la ceguera de aquel hombre servía para honrar a Dios.
De manera que, según el Señor Jesús, las afecciones del cuerpo pueden también glorificar a Dios. ¡Qué extraño razonamiento! Por primera vez se rompió la cadena que unía los padecimientos corporales con el pecado o la transgresión moral.
Esta revolucionaria idea cristiana fue la que
le permitió años después al apóstol Pablo entender su propia enfermedad como una parte del sufrimiento y las aflicciones que los creyentes, por el hecho de ser imitadores de Cristo, deben saber soportar (
2 Co. 1:5).
Tales concepciones bíblicas partían de la base de que las aflicciones físicas afectaban siempre a la totalidad de la persona. Las enfermedades se entendían como un mal que alteraba todas las dimensiones del ser humano, no sólo la parte orgánica o biológica sino también los sentimientos, las relaciones con los demás y hasta las cuestiones de tipo espiritual.
En nuestros días, por el contrario, parece como si la moderna medicina hubiera caído en la tentación del reduccionismo.Como si la visión científica de la enfermedad consistiera en concentrarse únicamente en el órgano afectado, olvidando las demás dimensiones que componen la totalidad del ser humano.
De ahí que, ante el mismo umbral del nuevo milenio, la salud y la enfermedad del hombre continúen planteando serios interrogantes al campo de la bioética cristiana.
¿Cómo debe entenderse hoy la salud? ¿Tiene sentido el dolor y el sufrimiento en la sociedad posmoderna? ¿De qué manera hay que tratar a los drogodependientes? ¿Son lícitos los trasplantes de órganos? ¿Incluso aquellos que proceden de animales?
Abordaremos todas estas cuestiones en la serie que hoy iniciamos, desde una perspectiva evangélica.
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