No deseo con mis palabras infravalorar las
contribuciones de Luis Marián, ni
de Amable Morales; ni mucho menos. Aprecio sus conocimientos y respeto sus argumentos, pero, me pregunto si, después de haber debatido tanto tiempo este tema, se ha avanzado. Quizá sí, y no he sabido verlo. Por ello, y como mero observador, quisiera reflexionar sobre lo siguiente:
En el último siglo, y en un escenario habitualmente ocupado por los hombres, hemos sido testigos de la magnífica labor realizada con inteligencia y sabiduría por muchas mujeres en distintos niveles de responsabilidad en la sociedad y la política, incluso en los más altos -a veces, creo, mejor aún de lo que hombres podrían haberlo hecho-.
También hemos podido observar en otros muchos casos el esfuerzo denodado de muchas mujeres por alcanzar las mismas cotas de poder que el hombre, en tantas y tantas ocasiones con una buena dosis de ímpetu arrollador, incluso de manifiesta prepotencia (de la que también hombres han sabido hacer gala, obviamente). Por supuesto que los resultados no satisfacen todavía al colectivo dentro del que milita el feminismo. Así que, tardando más o menos, veremos establecerse el criterio de paridad, o sea mismo número de hombres que de mujeres en determinados estamentos, aunque sea a fuerza de ley.
Naturalmente esto ha tenido su trascendencia en la Iglesia, de aquí este debate continuo que perdura por varias décadas.
El debate en cuestión se circunscribe al ejercicio de lo que, en base a Efesios 4:11, podríamos denominar dones fundamentales destinados al perfeccionamiento de los santos “para la edificación del cuerpo de Cristo”: liderazgo, predicación y enseñanza en la iglesia.
No soy teólogo, si entendemos por este término aquél que puede acreditar mediante un título que ha recibido una formación específica en una Facultad, Seminario o Instituto Bíblico. Tampoco sé griego para poder hablar de acepciones del significado de una palabra; tengo que fiarme de diccionarios y otros libros. Ahora bien, por haber nacido en un hogar cristiano, he bebido Biblia por más de sesenta años, y a lo largo del mismo tiempo he podido ejercer la observación en una iglesia evangélica. Creo entender cuando en castellano leo: “porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre (varón o marido, según las versiones), sino estar en silencio”. Y lo mismo en otros idiomas modernos que he podido consultar. Cuando un texto me parece comprensible no le busco los tres pies al gato. Quiero creer que dice lo que dice, sino lo diría de otra manera. Por otro lado, la observación me ha permitido constatar que en la iglesia suele haber más varones con dones como los mencionados anteriormente, que mujeres, lo que no quita que no haya ninguna mujer con ellos.
Quizá habría que definir brevemente lo que entendemos por “don”, Pero antes quisiera hablar de capacidad y capacitación. Capacidad nos habla de una aptitud, de un talento que puede ser innato en la persona, recibido por herencia genética, y posteriormente desarrollado. Y capacitación es el adiestramiento de la capacidad natural mediante la formación adecuada. Ahora bien, cuando leemos el Nuevo Testamento acerca de los dones dados a la iglesia, entendemos como don, la capacidad sobrenatural concedida al creyente por el Espíritu Santo para un servicio y función en el cuerpo de Cristo. Es indudable que la unión de los tres es de gran bendición, pero especialmente el refrendo del Espíritu Santo es imprescindible. Ahora bien, una condición absolutamente necesaria es que el don, la capacidad y la capacitación, estén impregnados de sencillez, modestia y humildad. Así lo vemos en el ejemplo absoluto del Maestro, ejemplo que el mismo apóstol Pablo siguió (
Mt 11:29; Hch 20:19; 2 Co 1:12).
A lo largo de la Biblia encontramos una hermosa serie de mujeres: Débora, Hulda, Ester, Priscila, Loida, Eunice, amén de otras muchas que me dejo en el tintero, que fueron usadas por Dios para llevar a cabo tareas de liderazgo y enseñanza. Seguro que en la iglesia de todos los tiempos las ha habido también, como las tres últimas que acabo de mencionar.
Quizá han hecho poco ruido porque su ministerio se desarrolló en el medio de la sencillez, la modestia y la humildad. Es cuando, en lugar de esto, conectamos los altavoces de la arrogancia y la prepotencia -de los cuales, en ocasiones, lamentablemente el ministerio en la iglesia tampoco se libra- que me pregunto si estos dones son efectivos. Esto es lo que más me preocupa, sinceramente (y esto vale tanto para varones como para mujeres, claro).
El Evangelio nos presenta a María sentada a los pies de Jesús. El feminismo, a Jesús a los pies de la mujer. Son los extremos blanco y negro, entre los cuales hay múltiples tonalidades grises. Cabe preguntarnos: ¿dónde estamos?
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