Al mismo tiempo nuestro protagonista cruzaba sus murallas con el anonimato del que se sabe invisible a los superficiales ojos de los hombres.
Francisco se dirige al palacio donde se hospeda el Emperador sin más dilación. Todo lo que le mueve es una misión. Su propósito anima su decaído semblante y la audacia suple a la falta de prudencia.
Enzinas desconoce la corte con sus intrigas, ignora los mecanismos que mueven los hilos del gobierno y como debe acercarse a Carlos V y exponerle su cometido. Pero la casualidad, para los que crean en ella, el hado, para los supersticiosos o la divina providencia para los creyentes van a franquear las puertas de la casa imperial y hacer prosperar el proyecto.
Francisco conoce a Francisco de Mendoza, obispo de Jaén y uno de los capellanes imperiales. La amistad de este con, nuestro protagonista se remonta a la Dieta de Espira, donde Carlos V consiguió el apoyo de sus súbditos protestantes para luchar contra el turco y Francia.
El obispo de Jaén accede a mediar en la causa de la edición del Nuevo Testamento y conseguir una entrevista con el Emperador. En apenas un día Francisco ha conseguido audiencia, algo casi inaudito, dada las múltiples ocupaciones regias. Ahora viene lo más difícil persuadir al Rey.
El domingo por la mañana todas las campanas de Bruselas llaman a misa. La ciudad se levanta lentamente en el Día del Señor y los bruselenses con sus mejores galas pasean sus ricas ropas por las calles principales. Francisco se dirige al palacio. A la hora de la comida tiene la cita más importante de su vida. Se ha vestido para la ocasión y entre su manos lleva un libro nuevo. La portada reluce y desprende el inequívoco olor a papel recién impreso. Frente a la puerta se detiene un momento y tras tragar saliva se dirige al encuentro del obispo de Jaén. “Que sea lo que Dios quiera”, piensa.
Carlos está sentado frente a una mesa repleta de los más exóticos platos, a su lado los gentiles hombres le sirven y están atentos a cada uno de los detalles de la comida. Al lado de Enzinas, que mira absorto a la figura regia comer delante suyo. El miedo se apodera del joven burgalés y solamente las palabras del rey David en la Biblia le llenan de consuelo: “Y hablaba de tus testimonios en presencia de reyes y no era confundido”. Confiaba que el Espíritu Santo le daría las palabras necesarias para defender su causa.
Una vez terminada la comida el Emperador se puso en pie y espero a que se presentaran las peticiones de los que allí estábamos reunidos.
Un capitán español le hizo una petición, después el obispo de Jaén llevó a Francisco ante la presencia regia. Allí mismo elogió la obra de Enzinas y la necesidad de que esta pudiera ser llevada a buen fin y premiada con el apoyo imperial.
El Emperador se dirigió a Francisco y le pidió que explicara la naturaleza de su obra y cuál era su propósito. El joven le respondió con las siguientes palabras: “Es Cesaria Majestad, una parte de las Escrituras Sagradas a las que llamamos Nuevo Testamento, traducida por mí a lengua española con la completa fidelidad. En él se contiene particularmente la historia evangélica y las cartas de los apóstoles. Hemos determinado hacer a Vuestra Majestad, como defensor de la religión y la limpia doctrina, juez y benigno tasador de este trabajo, y vivamente os suplicamos que, mediante el voto aprobatorio de Vuestra Majestad, sea el libro recomendado al pueblo cristiano por el prestigio imperial”.
El Emperador después de preguntarle si era él el autor del libro y una vez aclarado que era la traducción del Nuevo Testamento al español, aprobó la publicación del libro, aunque antes debía pasar una revisión.
Francisco abandonó el palacio feliz porque veía su misión coronda por el éxito, pero entristecido por la ignorancia en la que vivía el Emperador, ya que no entendía ni distinguía que era la Palabra de Dios.
Al día siguiente el Obispo de Jaén llevó el libro al confesor real, por petición del Emperador. Parecía que todo estaría solucionado en un par de días, pero nuestro protagonista estaba muy equivocado.
Continuará.
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