Pues verdaderamente Samuel Ruiz se esforzó por penetrar en el mundo cultural en que vivía. Pero aún así, no escapó el recientemente fallecido prelado a la polémica y los reflectores que nunca buscó ni imaginó que ocuparía, especialmente desde 1994 (a causa del movimiento zapatista) y unos años después, cuando fue exhibido por la Curia vaticana por sus supuestos “errores doctrinales y pastorales”, debido a que creyó necesario ordenar como párrocos o diáconos a personas casadas.
Identificado desde los años de Medellín como un “cura rojo”, se cuidó bien de protegersegracias al apoyo que obtuvo del grupo de obispos amigos que, como bien documenta Carlos Fazio en
Samuel Ruiz, el caminante (Espasa-Calpe, 1994), supieron arroparlo en momentos verdaderamente difíciles. Negado desde tiempo atrás a practicar una “opción preferencial por los ricos”, perteneció a una generación de obispos que intentaron practicar una pastoral diferente, más acorde con los tiempos y con las exigencias del contexto. Al nombre de Sergio Méndez Arceo hay que agregar los de Bartolomé Carrasco, Arturo Lona y José Alberto Llaguno, entre otros, quienes a la luz de las orientaciones del Concilio Vaticano II soñaron con una Iglesia nueva, más solidaria con los marginados, en un país cuyas zonas de pobreza disminuyen con una lentitud desesperante. Ruiz encarnó, en esa línea, el proceso de “conversión” que muchos obispos de esta época experimentaron en México y América Latina, vinculados más tarde, muchos de ellos, a la teología de la liberación.
En la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín misma se expresó claramente con respecto a su compromiso cristiano como un obispo consciente la realidad en medio de la cual trabajó durante 40 años:
Debemos poner fin al mito repetido con frecuencia de que América Latina es un continente católico. Si la Iglesia es una comunidad de fe, de esperanza, de amor, este concepto no se ha realizado en América Latina. Es superfluo aducir los incontables contra-testimonios que constituyen en la Iglesia obstáculos insuperables para la evangelización. Los pobres no pueden ser evangelizados si nosotros somos propietarios de latifundios; los débiles y los oprimidos se alejan de Cristo si nosotros aparecemos como aliados de los poderosos; los analfabetas no podrán ser evangelizados si nuestras instituciones religiosas siguen buscando el paraíso de las grandes ciudades, y no los suburbios y las aldeas desheredadas.
Esta postura, radicalizada con los años, le acarreó duros conflictos con las clases dominantes de la diócesis de San Cristóbal, que se negaron a aceptar que su obispo les diera la espalda y mirada hacia los insoportables e incomprensibles indígenas.Eso los llevó a crear, incluso, una iglesia Católica paralela (“ortodoxa” fue el adjetivo que le agregaron). En 1975 publicó un pequeño volumen,
Teología bíblica de la liberación, surgido de un profundo conocimiento de las Escrituras, pero sobre todo de los años de aprendizaje de la cultura y la cosmovisión indígena. Enrique Krauze, en un amplio texto publicado en 1999 por la revista
Vuelta (“Samuel Ruiz, el profeta de los indios”, recogido en
Mexicanos eminentes) lo liga a la tradición profética de la Biblia y a una cierta mirada apocalíptica y mesiánica no tan positiva para su entender. Comparándolo con Bartolomé de las Casas, escribe:
Con idéntico celo y similar unidad de propósito, Ruiz ―a quien sus padres tuvieron el propósito de destinar al servicio del templo, como el profeta Samuel― transfiere esa misma visión condenatoria no sólo al Estado virreinal sino al Estado liberal del siglo XIX y al nacional-revolucionario del siglo XX. Su obispo coadjutor, Raúl Vera, se ha interesado en el proceso de canonización de Las Casas y casi beatifica en vida a Samuel Ruiz: “no he convivido con una persona más justa: no puede callar, ejerce su profecía en su misión de pastor, es un hombre asumido mística y misteriosamente por los ojos de Dios”. Fray Gonzalo Ituarte piensa que se asemeja al profeta Amós: “El profeta sensible al escándalo de la injusticia”.
Más allá de este tipo de excesos interpretativos y laudatorios, lo cierto es que la figura de Ruiz desató una enorme polémica en los días de la lucha zapatista y, sobre todo, cuando fungió como mediador entre el gobierno mexicano y el EZLN.Muchos le reprocharon que fuera “juez y parte”, a sabiendas de que mucha de su labor pastoral desembocó, según se decía en la lucha armada: el “comandante Samuel Ruiz”, le decían muchos periodistas. Y es que en aquellos días tan intensos que llegaron a su clímax en dos momentos (la firma de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, que no se han cumplido, dicho sea de paso, por parte de los distintos gobiernos federales, y la presencia de los militantes zapatistas en el Congreso de la Unión, en 2001), los protagonistas del diálogo entre el gobierno y la guerrilla entraron a una dinámica en la que los medios de comunicación atizaron la polarización ideológica.
Acaso haya sido el historiador Jean Meyer, con su proverbial mesura, quien en 2000, un año después de su retiro episcopal, dedicó un volumen (Samuel Ruiz en San Cristóbal. Tusquets) para valorar la figura del obisponacido en 1924 en Irapuato, Guanajuato, una región dominada por el catolicismo más tradicional, y quien se detuvo a digerir sus acciones y palabras con una visión de simpatía, pero también de crítica. Es él quien consigna su respuesta a las demoledoras notas que lo ubicaban como promotor de la lucha zapatista. A la acusación de que se “olvidó” de los no indígenas, respondió: “Entiendo su molestia, porque nuestro discurso termina amenazando su situación. Nos convertimos en enemigos de ellos sin quererlo. Ellos no se vuelven protestantes, son católicos conservadores, no practican porque cada homilía habla de justicia, de dignidad. ¿El levantamiento de 1994? Nuestra responsabilidad es indirecta y si es culpa, yo diría ‘feliz culpa’ de la Iglesia” (p. 111).
Digno de mención es el notable documento que entregó en manos del papa Wojtyla en 1993 (
En esta hora de gracia), en donde su diagnóstico sobre la realidad del país pero, sobre todo, de la situación de los indígenas y su acceso al Evangelio, fue categórico y notoriamente profético:
No hemos podido encontrar (si lo hay) un método pedagógico para llegar al corazón de quienes, geográficamente cercanos al indígena y al campesino, lo están lejos con el corazón […] La conversión del llamado
caxlan o mestizo tiene que pasar, en algunos casos, por una restitución que supone la salida de todos ellos de la comunidad, por haberse adueñado de casas y terrenos indebidamente. Vemos que en no pocos mestizos se va haciendo claridad en sus corazones, como también vemos en otros un endurecimiento. La presencia del pobre […] ha provocado el celo y la sensación de que están quedando fuera de una Iglesia, a la cual conocieron y en la cual vivieron como un lugar de culto, sin ningún compromiso en el seguimiento de Jesús y sin preocupación por el hermano.
Finalmente, una de las grandes paradojas de toda esta historia es el hecho de que precisamente en la diócesis gobernada por Ruiz es la región donde ha crecido con mayor intensidad la presencia de grupos evangélicos y protestantes.Meyer da cuenta de cómo se refería el obispo a ellos en sus informes al Vaticano: sin utilizar el lenguaje de otros prelados anti-protestantes, es verdad, pero con un cierto tono de superioridad y fatalismo. Muchos evangélicos del resto del país no saben que
Ruiz defendió en diversas ocasiones a los indígenas perseguidos por haberse cambiado de religión, sobre todo en los años en que llegaron a Chiapas miles de refugiados guatemaltecos.
Por todo esto, y mucho más, la figura de Samuel Ruiz seguirá causando polémica y encendiendo pasiones, sobre todo por la forma en que creyó que debía inculturarse el Evangelio entre las poblaciones indígenas, las más pobres de entre los pobres. Las palabras finales del libro de Meyer son justas: “En el altiplano mexicano no se cumplen todavía cinco siglos de la prédica del Evangelio. Esa cristiandad tiene apenas la antigüedad de la africana de San Agustín, que fue erradicada poco después por el conquistador musulmán; en Los Altos de Chiapas son setenta y cinco años, cien, a lo sumo. De ese breve lapso cuarenta semanas le correspondieran a Bartolomé de las Casas y cuarenta años a Samuel Ruiz García”.
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