En mi iglesia no hay amor

Supongamos que un día tienes un grave percance que te mantiene alejado de tu iglesia local durante unos meses. Nos imaginamos que desde el primer día recibes visitas de tu gente y creyentes de otros lugares; correos electrónicos que te dan ánimos, te dicen que se acuerdan de ti y que te notan a faltar.

Seguimos suponiendo que casi cada día recibes llamadas de teléfono que se interesan por ti y se identifican contigo.

Imaginemos que te ofrecen con sinceridad hacerte la limpieza de la casa, ayudarte en las gestiones o acompañarte al médico. En fin, cualquier cosa que puedas necesitar o alivie tu sufrimiento.

Escuchas que tienen ganas de volverte a ver integrado a la vida de la iglesia y se confirman con la alegría el día que vuelves.

Supongamos —es sólo una suposición— que te emocionas en tu retorno aunque seas incapaz de expresarlo y los demás hacen que sea para ti un día de verdad feliz.

¿Te atreverías a decir: «en esta iglesia no hay amor»? Por el contrario ¿Esa experiencia daría por superados todos los problemas de tu iglesia?

No podemos negar que a veces nuestras iglesias parecen más un campo de batalla que un oasis o una tierra de acogida. Muchas nos quejamos de eso con dureza y expresiones derrotistas.

Pero no estaría mal que, puesto que los problemas nos hacen sufrir, estuviéramos muy atentos a todo lo bueno que recibimos de nuestros hermanos en la fe. Estaría muy bien darle gracias a Dios por ello, y por ellos.

Te propongo que apartes unos minutos, reflexiones y anotes en un papel cinco cosas buenas —sólo cinco— de la iglesia a la que perteneces. Una vez identificadas dale gracias a Dios y díselo a las personas que las hacen posible. ¡Verás que bien te sientes y que bien les sienta!

Por cierto, mi iglesia tiene problemas como cualquier otra pero también hay amor.

De eso no tengo la menor duda.