Autoridad bíblica frente a ética permisiva (II)Frente a la situación descrita en el artículo anterior acerca de la ética permisiva y supuestamente progresista, la Iglesia tiene el deber de hacer oír su voz profética proclamando a oídos del mundo la buena nueva y las leyes del reino de Dios. Pero tiene otra responsabilidad no menos urgente: la de instruir a sus miembros en el conocimiento de la ética cristiana.
Teóricamente sabemos que la Iglesia es pueblo de Dios, a cuya autoridad ha de estar sometida. También sabemos que la voluntad de Dios está revelada en su Palabra y que la autenticidad de la fe cristiana se evidencia por la obediencia a sus enseñanzas. Jesús dijo:
«El que me ama, mi palabra guardará» (
Jn. 14:23). Y como la palabra de Cristo, palabra de Dios, llega a nosotros a través de la Sagrada Escritura, los criterios sobre cuestiones éticas deben establecerse siguiendo la enseñanza bíblica. Reconocer la autoridad de Dios implíca un reconocimiento de la autoridad de la Biblia, fuente inmediata de la revelación. Esta ha sido la creencia tradicional de las iglesias protestantes desde la Reforma del siglo XVI (
Sola Scriptura).
Sin embargo,
hoy, en el seno de iglesias protestantes, no pocos de sus miembros prescinden de la orientación bíblica y asumen los mismos criterios éticos que predominan en la sociedad secularizada del mundo occidental, ampliamente difundidos por los medios de comunicación. Según una encuesta de la Alianza Evangélica inglesa, publicada por
Religion Today y
Protestante Digital, «el 33 por ciento de los jóvenes evangélicos de Gran Bretaña acepta como correcta la convivencia prematrimonial. El 10 por ciento considera aceptable el hurto de artículos pequeños, y la tercera parte declara que a veces es necesario el uso de la mentira.» Probablemente algo parecido, aunque con variaciones en los porcentajes, podría decirse respecto a los jóvenes evangélicos en Alemania y otros países europeos (cabe pensar que entre esos países también está España). Análoga tolerancia permisiva -o dudas serias- se observa en los temas del aborto, de la homosexualidad e incluso de la eutanasia activa.
Los datos son hondamente inquietantes, pues si prescindimos de la autoridad de la Biblia en cuestiones de ética, y actuamos siguiendo nuestro propio criterio, estamos imitando a aquellos israelitas contemporáneos de los jueces cuando «cada uno hacía lo que le parecía recto» y exponiéndonos a los males de una autonomía que suele degenerar en formas de comportamiento antinaturales. Las razones que apoyan la autoridad de la Escritura no son sólo teológicas; fundamentalmente coinciden con motivos de orden natural. Y no se diga que la Biblia fue escrita por hombres que vivieron un una época arcaica, en circunstancias del todo diferentes de las nuestras; que, por consiguiente, las normas éticas de aquel entonces no pueden aplicarse al hombre del siglo XXI. En el fondo, la sociedad de nuestros días, desde el punto de vista moral, se diferencia muy poco de la de tiempos bíblicos: las mismas ambiciones, semejante agresividad (sin duda más destructiva), la misma intemperancia frente a los apetitos sensuales, análoga indiferencia hacia las necesidades y los derechos del prójimo.
Pero existe otro peligro cuando privamos a la Biblia de autoridad para decidir cuestiones morales. En tal caso, y en buena lógica, no hay motivos para reconocerle autoridad en ninguna otra cuestión. Si se rechazan, por ejemplo, el decálogo, el sermón de la montaña y las restantes normas éticas del Nuevo Testamento, ¿se puede consistentemente dar por válidas las enseñanzas relativas a la gracia de Dios, a la obra redentora de Cristo y la salvación? Queramos o no; nos guste o no nos guste, la suplantación de la ética de la Escritura por criterios nacidos del secularismo y la permisividad equivale a socavar los cimientos de la fe cristiana. Un creyente que quiera ser fiel a la Palabra de Dios no puede permitirse tal licencia.
Por otro lado, en nuestras iglesias evangélicas se sobreentiende que todos sus miembros han ingresado por convicción y decisión propia y que se comprometen a no sólo a respetar sino también a asumir su declaración de fe y las normas de conducta que tal iglesia reconoce como derivadas de la Palabra de Dios. Si en algún momento uno de ellos está en desacuerdo con esa confesión de fe y con esas normas y actúa en conformidad con sus ideas particulares, lo coherente no es limitarse a proclamar su discrepancia, sino revisarla a fondo con ayuda pastoral a fin de superarla, y, en caso de seguir manteniéndola, salir noblemente de la comunidad de modo tan voluntario como cuando entró.
Ni hoy ni nunca puede haber un cristiano que piense y obre como si no hubiese «rey en Israel». ¡Lo hay! Es el Rey de reyes. Y «su palabra permanece para siempre» (1 P. 1:23).
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