La generación literaria del 98, en la que se incluye a Juan Ramón Jiménez, fue una generación anticatólica y anticlerical, con escasas salvedades. Los juicios tajantes de Miguel de Unamuno y de Antonio Machado respecto al catolicismo español, entrometido y farfullero, intolerante y dominador, son claros ejemplos de ello.
Hasta Azorín, que según testimonio propio profesaba una fe católica tranquila, escribió en
La voluntad en 1902:
«El catolicismo en España es pleito perdido; entre obispos cursis y clérigos patanes acabarán por matarlo en pocos años».
Juan Ramón Jiménez no fue una excepción. Fue una confirmación. El sacerdote Carlos Del Saz-Orozco publicó en 1966 un importante libro en el que analiza cuidada, metódica y ampliamente el pensamiento religioso de Juan Ramón. Sus investigaciones personales y pacientes en la Universidad de Puerto Rico le permitieron descubrir datos que nos revelan a un Juan Ramón Jiménez más distante de la Iglesia católica de lo que en España se creía. Este libro
, Dios en Juan Ramón, se ha hecho tan imprescindible a los biógrafos del poeta como la versión comentada de
Dios deseado y deseante que realizó Antonio Sánchez Barbudo en 1964.
Autores católicos que escriben sobre la niñez del poeta suelen presentar a un Juan Ramón piadoso, practicante, identificado con los ritos y los dogmas de la Iglesia católica. Es cierto que Juan Ramón solía asistir a misa durante los años que pasó en el colegio de jesuitas en el Puerto de Santa María. Era una obligación para todos los alumnos. Pero los recuerdos de niñez que el poeta evoca con frecuencia en sus escritos muestran un rechazo del catolicismo desde su más temprana edad.
Recordando aquel colegio, Juan Ramón dice en su Autobiografía:
«Los once años entraron, de luto, en el colegio que tienen los jesuitas en el Puerto de Santa María; fui tristón, porque ya dejaba atrás algún sentimentalismo: la ventana por donde veía llover sobre el jardín, mi bosque, el sol poniente de mi calle...».
«... Después los hombres negros: un colegio grande y frío como un jardín verde: estuve a punto de ser jesuita...”.
No lo fue, entre otras razones, porque le asustaban los templos:
«... De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad; las solemnidades, las visitas, las iglesias, me daban miedo...».
Juan Ramón hace confesión de este miedo al borriquillo de su fábula en el capítulo CXXV de Platero y yo:
«Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo, como a la Iglesia, a la Guardia Civil, a los toreros y al acordeón».
Ricardo Gullón afirma que al nacer Juan Ramón, la madre había sufrido un ataque neurótico. Algo parecido le ocurrió al niño tras la muerte del padre. Fue un golpe brutal para Juan Ramón. Sus recuerdos del sacerdote católico que ofició el entierro están envueltos en la negrura. Dice:
«El cura, que no conocí en la sombra ni supe luego quién fuera, dejó una sombra de sotana de cura de la muerte...».
Este rechazo infantil e instintivo de templos católicos y de curas en sombras con sotanas de muerte lo elevaría en la madura juventud a un plano intelectual, doctrinal e ideológico.
Entre 1912 y 1916, es decir, desde los 31 a los 35 años, Juan Ramón Jiménez estudió en la Institución Libre de Enseñanza, en Madrid. Fue aquí donde ese horror que de niño sentía a la Iglesia, según confesión a Platero, evolucionó hasta el abandono total de la doctrina católica.
La Institución Libre de Enseñanza fue fundada por Francisco Giner de los Ríos, el gran filósofo, jurisconsulto y pedagogo español nacido en Ronda en 1839. Según cuenta el marqués de Lozoya en el tomo VI de su
Historia de España, la filosofía alemana de Krause y de Hegel, fundamentalmente anticristiana y decididamente anticatólica, influía en los intelectuales españoles desde mediados del siglo XIX. Giner de los Ríos, que viajó por casi toda Europa y tradujo varias obras del alemán, introdujo la filosofía krausiana y hegeliana en la Institución. Esto influyó notablemente en el anticlericalismo que se manifestó en las grandes figuras literarias del 98, entre ellas Machado y Juan Ramón.
Al prescindir de todo contacto con la Iglesia católica, a la que consideraba en gran parte culpable del retraso cultural en que se hallaba España respecto al resto de los países europeos, la Institución fue continuamente atacada por miembros de la jerarquía católica y por escritores profesantes del catolicismo.
Ramiro de Maeztu vierte un juicio injusto y cruel contra políticos e intelectuales vinculados a la Institución Libre de Enseñanza. Escribiendo desde su particular postura de católico profesante y condicionado, dice en el preludio de su
Defensa de la Hispanidad, que «ni Salmerón, ni Pi Margall, ni Giner, ni Pablo Iglesias, han aportado un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido».
Para Ramiro de Maeztu, los «valores positivos y universales» fueron «un Balmes, un Donoso, un Menéndez y Pelayo, un González Arintero...».
¡Resulta increíble tamaña barbaridad histórica! Menéndez y Pelayo, Donoso Cortés y los curas Jaime Balmes y Arintero no pasaron de ser conocidos en el ámbito nacional, en tanto que las figuras rebajadas por Maeztu fueron conocidas en todo el occidente civilizado por sus aportaciones a la política, a la literatura y a la filosofía.
El propio Juan Ramón Jiménez, estrechamente vinculado a la Institución, fue premio Nóbel de Literatura. Y Juan Ramón siempre tuvo como legítimo orgullo su pertenencia y su contribución a la Institución Libre de Enseñanza. En una conferencia dada en Washington sobre
El modernismo poético en España e Hispanoamérica, publicada en
Revista de América en abril de 1946, recuerda su paso por la Institución Libre de Enseñanza con estas palabras:
«Tampoco se asomó Rubén Darío a la Institución Libre de Enseñanza, donde se fraguó, antes que con la Generación del 98, la unión entre lo popular y lo aristocrático, lo aristocrático de intemperie, no se olvide... La Institución fue el verdadero hogar de esa fina superioridad intelectual y espiritual que yo promulgo. Más tarde yo llevé la obra de Rubén Darío a la Institución y fue gozada por aquellos abiertos, con algún reparo sobre lo más decadente».
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