Hacia un concepto realista de familia (IV)¿Cómo transmitir el amor dentro de la familia? En el libro de Rut descubrimos algunas formas prácticas. En concreto vemos tres maneras en que los recíprocamente. Constituyen algo así como la espina dorsal del amor: las actitudes, las palabras y las decisiones. La pasada semana hablamos de las actitudes. Hoy trataremos las palabras como expresión del amor.
Ya vimos que la primera característica de una familia sana (aunque imperfecta) es la capacidad de lucha ante la adversidad. El segundo indicador de salud en la familia es capacidad para demostrarse amor. En la familia sana los miembros han aprendido a darse este amor los unos a los otros. Enfatizamos la palabra «expresar» o «demostrar» porque ahí radica la clave: no basta con amar a alguien; hay que hacerle llegar este amor, transmitirlo.
En realidad, en la inmensa mayoría de familias existe amor. Es difícil encontrar, por ejemplo, unos padres que no amen a sus hijos. Parece, por tanto, un principio muy elemental. Sin embargo, son innumerables los adultos que tienen problemas emocionales porque en su infancia no sintieron el amor de sus padres. Sin duda que éstos les amaron, pero fueron incapaces de. transmitirles adecuadamente este amor.
El amor se transmite con palabras. Es la expresión verbal del amor. No basta con tener actitudes buenas como las descritas en el artículo de la semana anterior.
Las palabras son el complemento necesario que viene a aderezar la buena comida que es el amor.
«La palabra dicha a su tiempo, ¡cuán buena es!» nos recuerda el autor del libro de Proverbios (
Proverbios 15:23). O también,
«manzana de oro configuras de plata es la palada dicha como conviene» (
Proverbios 25:11).
Para mí, uno de los rasgos más aleccionadores del libro de Rut es la riqueza de los diálogos entre sus personajes. Me fascina observar la dinámica de la comunicación dentro de aquella familia. ¡Cuántas horas habrán pasado Noemí y Rut hablando, escuchándose, consolándose la una a la otra o, simplemente, sufriendo juntas en silencio!
La comunicación aparece allí de forma constante y espontánea. ¡Cuán hermosa y aleccionadora la escena cuando Rut llega a casa de Noemí después de espigar todo el día (
cp. 2:19-23) y le cuenta su nuera con todo detalle sus vivencias del día, con la espontaneidad casi propia de una niña! Esto ocurría así porque en una familia sana el diálogo surge de forma natural. La comunicación es expresión de salud en la familia y, a su vez, le añade más salud.
Hablar, escuchar, dialogar constituye una de las formas más prácticas de amarnos unos a otros. Por desgracia, el fenómeno inverso también es cierto: la falta de comunicación expresa egoísmo y genera aislamiento y separación dentro de la familia.
No es casualidad que una de las causas más frecuentes de ruptura matrimonial sea la falta de diálogo. También ocurre entre padres e hijos. Una familia donde no se habla, donde nadie escucha, donde no hay pequeños espacios de tiempo para el compartir mutuo, es como una planta que poco a poco se va secando. ¡Cuántas familias hoy son como plantas que languidecen por falta de agua, el agua vital de la comunicación! Frases tales como «siempre estás en tu mundo», «cuando te hablo, pareces ausente», «con mis padres no puedo hablar porque no tienen tiempo para escucharme» son quejas frecuentes hoy.
¿Por qué es tan importante la expresión verbal del amor?
La respuesta a esta pregunta nos lleva a un aspecto singular de la comunicación humana que no encontramos en los animales. Éstos ciertamente se comunican entre sí, sobre todo en ciertas especies; los delfines, por ejemplo, tienen unas formas de comunicarse realmente sorprendentes. También en los pájaros vemos cierto tipo de código acústico o de lenguaje. Pero no es la comunicación humana.
¿En que se distingue la comunicación de un delfín o de un ruiseñor de la comunicación de una esposa con su hijo o con su marido?
La singularidad de la comunicación humana viene dada por la capacidad de escuchar. Los animales pueden oír, pero el ser humano es el único capaz de escuchar. El oír es un acto mecánico e involuntario; escuchar, por el contrario, es un acto reflexivo que implica la voluntad, el deseo de hacerlo. Yo no puedo evitar oír, pero sí puedo evitar escuchar. Por ello, en la medida en que escucho a mi prójimo —esposo, hijo etc.— le estoy expresando interés, dedicación, en una palabra, amor, capacidad de reflexión y de escucha —de escucha reflexiva— única en el ser humano, que es fruto de la imagen de Dios en nosotros y una de las formas más sublimes de amar.
Quisiera proponer aquí a mis lectores dos recomendaciones prácticas en forma de pequeños hábitos. Su puesta en práctica puede enriquecer la comunicación familiar de manera sorprendente:
- En primer lugar, apagar la
televisión a la hora de comer. El sencillo acto de tener la televisión apagada durante toda la comida provee un marco precioso e insustituible para el diálogo en familia. La mesa es casi el último reducto de comunicación entre esposos o con los hijos. Los resultados sobre el bienestar familiar pueden ser de verdad sorprendentes.
- La segunda recomendación es más para los padres: buscar pequeños fragmentos de
tiempo para estar con y por los hijos. Los llamaremos tiempos de dedicación familiar. Son momentos para estar con ellos, hablar, escucharles, averiguar sus necesidades, sus alegrías, sus penas, ponerse en su mundo. Pueden ser suficientes períodos tan cortos como 20 ó 30 minutos tres veces por semana, pero han de ser momentos de dedicación exclusiva.
No basta «estar con», hay que «estar por». Esta proximidad emocional de los padres produce cambios notables en el ambiente familiar y en la conducta de los hijos. Además es la mejor manera de prevenir adolescencias tormentosas.
La misma sugerencia podemos aplicar a la relación entre los esposos: estos pequeños oasis de dedicación mutua serán vitales para mantener viva la relación matrimonial. Quienes lo han practicado reconocen, además, que es el mejor antídoto contra la rutina y el aburrimiento, grandes enemigos de la relación conyugal.
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