Quien siga estos artículos sabrá que llevo un par de meses analizando la novela de Gabriel García Márquez CIEN AÑOS DE SOLEDAD. He escrito sobre el anticlericalismo, la Biblia y la muerte, temas a los que concede especial importancia el Premio Nóbel colombiano.
¿Qué lugar ocupa Dios en esta célebre novela?
CIEN AÑOS DE SOLEDAD se desarrolla en un universo hispanoamericano en el que, en gran medida, se siguen aceptando las ideas religiosas tradicionales enseñadas por la Iglesia católica. Pero sus personajes se inclinan por una
religión nacional donde Dios, si existe, ha de ser comprendido, palpado y explicado por el ser humano.
El representante máximo de la razón frente a la fe es José Arcadio Buendía, a quien su locura aparente o real no le impide manifestarse con cordura en temas religiosos. El sacerdote Nicanor Reyna intenta su conversión:
“Para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado…el padre Nicanor le llevó entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción del paño de la Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento científico. Era tan terco que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización” (página 80).
La terquedad del patriarca de los Buendía tiene un origen bíblico. Su negativa a aceptar medallas y estampitas como pruebas de la divinidad enlaza con las enseñanzas del Cristianismo primitivo.
Cuando el apóstol San Pablo va por primera vez a Atenas, en la capital de Grecia dice a destacados maestros de la filosofía y de la religión:
“Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata, o piedra, escultura de arte y de imaginación de hombres” (Hechos 17:29).
La denuncia del apóstol tuvo poco efecto. Hoy, veinte siglos después, aquellas supercherías paganas forman parte del Cristianismo católico. El sacerdote Nicanor Reyna pretendía la conversión de José Arcadio Buendía llevándole símbolos idolátricos de origen pagano, olvidando que la divinidad es irrepresentable.
Arcadio Buendía se manifiesta más inteligente que el sacerdote. Rechaza las falsificaciones visibles de la divinidad y echa mano de un argumento que sitúa el tema en el extremo contrario. No le sirve un dios representado por obras de artesanos “sin fundamento científico”.
Él, un loco, quiere explicaciones científicas de las cosas, de las personas y de la Divinidad. Cuando recoge el laboratorio de daguerrotipia abandonado por el gitano Melquíades, decide “utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios”.
Según el narrador de CIEN AÑOS DE SOLEDAD, José Arcadio Buendía había perdido el juicio. Estaría loco, pero no era tonto. Para creer en Dios exige la aplicación de un método invocado a través de las edades y más insistentemente durante los dos últimos siglos, con los grandes avances experimentados por la ciencia.
Pretende nada menos que una demostración científica de la existencia de Dios.
¿Es esto posible? En modo alguno.
Un Dios cuya existencia se pudiera demostrar en el laboratorio dejaría de ser Dios.
Un Dios reducido a cálculo, a matemática, a conceptos, a razonamientos, sería un Dios al alcance del hombre, a imagen y semejanza del hombre, y no nos valdría.
Por muy alta que llegue la ciencia en sus especulaciones sobre los resortes secretos del universo y el origen y destino del hombre, siempre tendrá el tope, el límite impuesto por el mismo Dios:
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55:8-9).
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