José Saramago, uno de los escritores portugueses más conocidos y leídos en el mundo entero, Premio Nóbel de Literatura, nos ofrece en esta novela una fabulosa leyenda de gran riqueza literaria, social y filosófica, que tiene como tema central la muerte y la impostergable finitud de la existencia. Una brillante sátira que juega con el miedo más profundo del ser humano, el miedo a morir.
Lo hace sin perder la sonrisa en ninguna de sus páginas, con una función química del humor empeñado en demostrar que ni la vida ni la muerte tienen sentido común, somos sus propios héroes y sus propias víctimas, no hay espacio para la rebeldía. Si la imaginación puede dispararse hasta llegar a alcanzar estrellas con la mano, la de Saramago nunca se sacia en esta genial novela, donde se describe como hecho lo que en realidad no ha sucedido.
El éxito de crítica y de público ha sido fulminante. A las pocas semanas de aparecer en las librerías, LAS INTERMINTENCIAS DE LA MUERTE figura en primer lugar de los libros más vendidos en Argentina y en Portugal y en segundo lugar en España. Se está traduciendo ya a los principales idiomas.
La historia transcurre en un país de diez millones de habitantes que podría ser Portugal, patria del autor. Desde las cero horas de enero de un año cualquiera no se produce fallecimiento alguno en el país. Los medios de comunicación se hacen eco del rumor, mandan a la calle a sus reporteros, éstos recorren hospitales, cementerios, funerarias, nada, nadie muere, una periodista informa que su abuelo, a punto de expirar, abrió los ojos justo pasada la media noche.
Días después todo sigue igual.
La muerte se había declarado en huelga. Al principio hay un estallido de alegría en la población. Por fin se hacen realidad las palabras acariciadoras y mentirosas del diablo a los oídos de Eva: No moriréis. Seréis como Dios, inmortal. Con el paso de los días y viendo que realmente no moría nadie la gente sale a la calle proclamando que, ahora sí, la vida es bella. Impregnados de fervor patriótico, los ciudadanos cuelgan banderas en las ventanas, en los balcones, en las fechadas del edificio. Son inmortales, vivirán para siempre y siempre amén, hay que festejarlo.
Sin embargo, pronto estalla la crisis. El cardenal católico es el primero en dar la voz de alarma. Aceptamos la inmortalidad del cuerpo si esa es la voluntad de Dios, dice, pero sin muerte no hay resurrección y sin resurrección no hay Iglesia.
Brutalmente desprovistos de su materia prima, los
empresarios de funerarias se llevaron las manos a la cabeza gimiendo en plañidero coro. Ante las dramáticas consecuencias que se avecinaban piden al gobierno que declare obligatorios los entierros de todos los animales domésticos, perros, gatos, loros y otros que fenezcan de muerte natural o por accidente.
Los
directores y administradores de hospitales no saben cómo enfrentar la situación. Los enfermos ocupan todas las camas disponibles, en los pasillos no había un hueco libre, llegaban cuerpos en fase terminal, pero nadie muere. Se había producido un embotellamiento como el de los coches, entraban, pero no salían.
Los
hogares y residencias que acogían a ancianos padecían idénticos problemas. Sus gerentes pensaban con escalofríos en los días no lejanos en que los allí acogidos no mudarían nunca de cara y cuerpo, salvo para exhibirlos más lamentables cada día que pasase.
El presidente de la federación de
compañías de seguros, refiriéndose al elevado número de cartas que estaba recibiendo reclamando el pago de pólizas suscritas por gente que nunca moría, avisó que estaba en peligro la supervivencia de la industria. Al propio tiempo, el ministro de Sanidad declaró que en el caso de tener que pagar a los enfermos pensiones de invalidez permanente podría producirse la quiebra del Estado. Por otra parte, el rey afirmó que si no moría él ni sus herederos, la monarquía no tendría futuro.
En tal situación
las mafias idearon una estrategia para ganar dinero. Consistía en hablar con las familias de enfermos terminales, ofrecerse a llevarlos al otro lado de la frontera, donde morirían de inmediato, y luego una de dos, enterrarlos allí o regresarlos ya cadáver. Ganaron millonadas.
Durante siete meses, que fueron tantos los que duró la huelga de la muerte, se acumuló una lista de espera de sesenta y dos mil quinientos ochenta moribundos. Pasado ese tiempo la muerte envió una carta color violeta al Director General de la Televisión estatal comunicándole que ponía fin al paro y que la gente volvería a morir como era habitual. Pero así como antes había decidido no matar a nadie, ahora causaría la muerte de todos aquellos a quienes avisaría por medio de una carta, dándoles un plazo de ocho días para que los gastaran como quisiesen o los emplearan en poner en orden sus cosas.
Aquí Saramago introduce una pequeña historia dentro de la historia grande. La muerte comenzó a mandar una media de 300 cartas diarias a otras tantas personas, con un mensaje lacónico escrito siempre en papel violeta: “Querido señor, lamento comunicarle que su vida acabará en el plazo irrevocable e improrrogable de una semana, aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su atenta servidora, Muerte”.
Todas las cartas llegaron a su destino. Todas menos una. La envió hasta cuatro veces, pero siempre regresaba. La muerte consultó sus ficheros, automatizados al día y comprobó que se trataba de un hombre de 49 años, a punto de cumplir 50, que tocaba el violonchelo en una orquesta de la ciudad. Tras diversas peripecias y acercamiento invisible al personaje, la muerte decide presentarse a él como una mujer de 36 años, alta y guapa. Aquí Saramago orienta el humor hacia una simpatía tierna y cálida. Ignorando lo imposible acuesta a la muerte en la cama del violonchelista y ambos mantienen relaciones sexuales. A la mañana siguiente la muerte prende fuego a la carta color violeta que llevaba en el bolso y la novela concluye como empezó: “Al día siguiente no murió nadie”. Es decir, comenzó de nuevo en el país la pesadilla de la inmortalidad de los cuerpos.
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