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Tupac Katari: el indígena

- ¡Asegúrense de que está bien amarrado el desgraciado! – ordenó el Capitán.
OJO DE PEZ AUTOR Julia Jiménez Echenique 08 DE ENERO DE 2011 23:00 h

Recibió un sonoro “Sí, señor” que heló la sangre de los presentes. El aire de la plaza, abarrotada, flotaba entre sentimientos ambivalentes. Algunos le compadecían sin entenderle, otros odiaban su osadía y anhelaban la paz. La mayoría le admiraban. Pero él ni tan siquiera temía, seguro de que su muerte arengaría aún más la sublevación. Algunos soldados españoles, hartos de oír historias fantásticas sobre aquel indígena ahora indefenso, ajustaban los nudos sin mirarle a los ojos.
- Dicen que cuando nació, dos cóndores y una serpiente se acercaron a la puerta para dar al niño su poder.- susurró un cabo regordete.
- Date prisa, me da mala vibra.- Instó su compañero.

Comenzaron a ajustar el bozal de los cuatro caballos a los que ataron su cuerpo semidesnudo. Al primer corcel, su brazo derecho, al segundo el izquierdo, por la muñeca. Los otros dos jamelgos tensaban sus piernas, desde los tobillos.

Tupac Katari recordó entonces el día que conoció a Bartolina, solo así se disipaba el dolor de su tortura. Fue en Sica Sica, cerca de la primavera. Allí, se acercó a uno de los puestos del mercado, admirado por la belleza de un aguayo(1) expuesto; sus colores, finamente combinados, brillaban bajo el sol de mediodía. Preguntó quién lo había hecho, y apareció ella. Sus dos trenzas negras le caían sobre el pecho robusto. La piel morena y tersa de su rostro se curvó en una sonrisa cómplice de agradecimiento y rubor. Al poco se casaron. Pero aquella tejedora fue más que su confidente y su amante. “No te dejaré ir solo” le dijo una noche, mientras él alistaba su bulto. Y luchó a su lado, venciendo a cuatrocientos españoles en la batalla de Chuquiago. A la mente de Tupac Katari vino también el recuerdo del nefasto dos de Julio en que a ella le quitaron la vida, en Laja. Él continuaba sitiando La Paz junto a diez mil compañeros y compañeras indígenas. De pronto, un aguijón oculto punzó su corazón. “Algo terrible acaba de pasar” le comentó a Amaru. Lágrimas de un dolor intuido corrían por sus mejillas sudorosas sin entenderlo aún. Cuando hubo llegado la noche, la noticia cayó sobre él.

Tupac observó a los que le rodeaban en la plaza, esperando el momento en que fuese descuartizado. En el palco, el Delegado militar y el Corregidor, notables criollos, un párroco. Suspiró y miró al cielo, suplicando que Katari, la valentía y peligrosidad de la serpiente, estuviera con él. También le pareció reconocer a la viuda de Tomás Achu, quizás aquella mujer humilde no supiera cuánto había influido su marido en el devenir de la revolución. Fue hace años, en Ayo Ayo, durante la feria. Además de la mita y el tributo en productos, los españoles habían implantado nuevos impuestos. Si Tomás no pagaba, su parcela sería expropiada y su mujer e hijos vendidos como sirvientes. Se arrodilló entonces, ante la mirada lejana de Tupac Katari, a los pies de Joaquín Alos, el Corregidor, e imploró:
- “Tata(2), no nos quites la tierra…” - Alos sacó un revólver y le disparó en la frente.

Aquel instante, quizás un asesinato sin sentido como otros, llegó a colmar la indignación de Julián Apaza. Testigo de una brutalidad sin límites, decidió cambiarse el nombre por el Tupac Katari, en honor a dos líderes originarios: Tupac Amaru y Tomás Katari.

Cerró los ojos con fuerza y vio a Marcela y Nicolás, sus padres, eternamente jóvenes, pues jamás llegaron a la vejez. El arduo trabajo y el hambre les consumieron pronto las fuerzas. Solo le quedó trabajar como sirviente de un sacerdote español, allí entendió que el desprecio se puede transmitir tan solo con una mirada. Se escapó pronto, para vender bayeta y hoja de coca, a pie y por las comunidades. Era entre sus hermanos donde quería estar.

Antes de morir, Tupac Katari exclamó las palabras que se harían leyenda y que siguen resonando hasta hoy: “Naya saparukiw jiwyapxitaxa nayxarusti, waranqa waranqanakay tukutaw kut´anipwani” Ellos, enemigos, traidores y seguidores, entendieron perfectamente su sentencia: “Solamente a mí me matan… Volveré y seré millones” La Guerra de la Confederación Quichwa Aymara acababa aquel 15 de noviembre de 1781, a la voz de “¡Tiren de los caballos!” Su cuerpo se partió en pedazos, por las articulaciones principales, en un estallido de sangre y horror. El público exclamó un segundo, él gimió, la tierra lloró. Los pedazos de su cadáver fueron expuestos por todo el territorio del Kollasuyo(3), como escarmiento para los indígenas atrevidos. La cabeza se expuso en el cerro de K´ili K´ili, cerca de La Paz. La mano derecha en Ayo Ayo, la izquierda en Achacachi. Sus piernas en Chulumani y Caquiaviri. Los mismos verdugos que estrangularon a Bartolina, le dieron fin sin poder parar la lucha.



1) Tejido tradicional hecho a mano.
2) Padre, señor, amo.
3) Actuales naciones de Perú y Bolivia.
 

 


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