Cuando ya afloran los datos ineludibles para confirmar la existencia de una realidad que para nada se parece a la antigua propaganda; y
al ya no ser posible sostener por más tiempo el constructo imaginario de una España idealizada connatural con la Iglesia papal, en lo que se refiere al siglo XVI (aunque siempre habrá quien no cambie su discurso), ahora es menester prevenir otros males.
El primero de esos males es la pérdida histórica que supondría para el pueblo que más interés debería mostrar en esa memoria recuperada, el evangélico, si pasa la ocasión sin incorporar a su vida actual plena los frutos de ese pasado (que no son reliquias muertas, sino vida refrescante).
Parafraseando a Cipriano de Valera, podríamos decir: ¡Escucha! Pueblo americanohispano, que en tu lengua te hablo. Pues es en esa lengua donde hoy se puede encontrar la riqueza de la gracia de Dios en el siglo XVI. ¡Qué asombro feliz de tantos hispanos al conocer la presencia de la redención, ya en esa época, en el barco del lenguaje castellano, donde tantas travesías hasta hoy se han vivido! ¡Qué mudo reproche a las misiones que, seguramente por pura ignorancia, no supieron indicarles su raíz! Eso valdría, claro, para el pueblo hispano, pero con creces para el mismo español.
¡No se puede perder la oportunidad presente de vivir nuestra fe con la historia de nuestro pasado!
Otro peligro es la distorsión, o al menos, la “dispersión” de la realidad. Ahora ya es evidente que la España de la primera mitad del XVI contenía una extensa vida de reforma religiosa. Esa vitalidad, muy superior en algunos de sus aspectos a la europea, se configura con la existencia de una “iglesia española” católica de religión reformada, opuesta a la iglesia papal de la Inquisición.
Esa iglesia española reformada expresa su existencia (no hubo tiempo de más amplitud geográfica) en el contexto especial de Sevilla, y luego en su devenir en el exilio europeo. Bien, pues ya suenan campanas que han cambiado las horas del día.
Se reconoce que fue muy importante lo que hubo en nuestro suelo, pero se lo recoge en el presente sólo como peripecias personales de individuos aislados (¡todo lo más con algún primo cercano!). Hay que prevenir ese mal. En esa estamos.
Recalco lo de “iglesia”, porque vamos hoy a pensar juntos sobre un aspecto de esa comunidad (uno de tantos y tan ricos en enseñanzas prácticas) que tiene que ver con una aportación ejemplar de nuestra reforma, precisamente en el terreno de la iglesia como colectivo, pero instalando al individuo en su lugar de honra que el propio Redentor le confiere; en este caso, con la mirada puesta en el lugar ocupado por la mujer en la iglesia española. No se trata de ridículo feminismo, sino de ver a la mujer en su integridad dentro de la iglesia. Miremos, les invito, al conjunto en la figura de una de ellas.
Entre las calificaciones que el tribunal inquisitorial dispensaba a sus condenados, existían fórmulas que indicaban la percepción que se tenía de la gravedad de la acción del reo. La de “dogmatizador” era la de más envergadura, reservada para personas especiales, que habrían sido maestros y guías de otros.
De los exiliados de la iglesia española, Casiodoro de Reina tuvo el honor de ser así calificado al ordenarse la quema de su estatua en auto de fe en Sevilla (de memoria, de los huidos no recuerdo si alguien más lo fue). De los que quedaron en Sevilla, es normal tal calificativo para Egidio, Constantino y otros. Quiero, sin embargo, resaltar que
tal calificación la reciben varias mujeres de la iglesia sevillana: Francisca de Chaves, María Cornejo, María Bohórquez, Isabel Martínez de Alvo … (dejo al lector dispuesto a seguir el tema en un capítulo de un próximo libro que, d. v., editaremos en la colección Investigación y Memoria, escrito por Tomás López).
Esto es algo muy relevante. Veamos a una de ellas:
Francisca de Chaves.
Era monja del convento de Santa Isabel, en Sevilla, y es la muestra viva de la vida de la iglesia reformada sevillana. Sus pastores: Egidio, Constantino, Casiodoro … ; con amplios contactos con otros miembros de la comunidad, entre ellos no pocas mujeres.
Leía libros, se reunía, comentaba temas doctrinales; guardaba correspondencia, y libros manuscritos, sermones …
Confesó ante el tribunal inquisitorial la verdad de su “iglesia chiquita de Sevilla”, frente a la iglesia grande de fariseos que seguían las órdenes del papa.
Especial mención debe hacerse del librito donde ese nombre aparece (el diálogo de consuelo entre la iglesia chiquita de Sevilla y su propio Redentor Jesucristo) que Francisca tenía y con él consolaba a otros. ¡Una columna de la verdad en la iglesia que es columna de la verdad! Lectura, oración, testimonio, evangelización, integridad … firmeza en la cámara de tortura; ¡Cuánto que aprender de estas mujeres fidelísimas! Una más de las condenadas por la Inquisición, y que con su condena el propio tribunal es por la eternidad condenado.
Ahora que ya tenéis, amigos, el gusto despertado por la historia de nuestra iglesia chiquita del XVI, quería insistir en la riqueza espiritual de esa reforma nuestra, con la presencia de la mujer como uno de sus pilares, y que nunca olvidemos que, además de peripecias personales, fueron parte de un cuerpo, una iglesia española.
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