Los orígenes del toreo

En los albores del tiempo, cuando las sociedades humanas aún caminaban con inocente reverencia ante la naturaleza, existía un propósito común: integrar a todas las especies animales en la convivencia social. Era un consenso firme, casi sagrado.

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Pero había un obstáculo que nadie sabía cómo resolver: el toro, criatura poderosa cuya inclinación irreductible a embestir todo lo que se movía hacía imposible cualquier intento de armonía.

Los primeros en intentarlo fueron los germanos, pueblo valeroso donde los hubiera. Convencidos de que la fiereza del toro era solo un prejuicio humano, se acercaron a pocos metros del animal confiando en su bondad natural.

La experiencia terminó cuando más de un centenar de ellos resultaron heridos o muertos. Aquella teoría quedó refutada de manera concluyente.

Tras ellos lo intentaron los austriacos, maestros del psicoanálisis, persuadidos de que al toro solo le faltaba hablar de sus traumas. Se apostaron tras una reja para dialogar con él durante largas sesiones.

Pero cuando levantaron la protección, no quedó un solo vienés con vida. El toro, por lo visto, no estaba dispuesto a pasar por el diván.

Los italianos, recurriendo a su tradición espiritual, enviaron a un religioso del Estado Pontificio, famoso por su fe. Tras prolongados ruegos y plegarias, se arrodilló ante el astado. El toro respondió de inmediato: el devoto fue recibido, sin trámites, en la gloria celestial.

Llegó entonces el turno de un gastrónomo francés, quien, en un arranque de ingenio culinario, concluyó que el animal actuaba así por estar mal alimentado.

Le ofreció delicados platos de la alta cocina francesa —con su indispensable toque de frambuesa—, pero la exquisitez solo pareció excitar más al toro, que arrolló sin distinción los platos y al gastrónomo.

Fue entonces cuando intervino el español, que había observado con calma el fracaso de sus predecesores.

— Este animal — dijo — solo se puede tratar de un modo, si queremos reducir sus ansias de agresión.

Tomó un trozo de tela roja y, con movimientos ágiles, fue esquivando una y otra vez las embestidas del toro. A aquel método se le llamó “toreo”, que con el paso del tiempo se convertiría en el arte del toreo.

No solo se evitaba así la peligrosidad del animal, sino que, sorprendentemente, se añadía gracia al enfrentamiento.

Durante siglos, la sociedad convivió con los toros sin necesidad de darles muerte. Eso sí: la gente más precavida vestía capas de color amarillo por un lado y rojo por el otro, útiles tanto para protegerse del frío como de las eventuales acometidas del astado.

Los españoles nunca creyeron que pudieran cambiar la naturaleza del toro, pero sí descubrieron cómo burlar sus embestidas… y hacerlo con arte.

Moraleja: No harás bueno el mal, pero burlarlo podrás.

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