Todos esperaban que apareciese por la puerta alguna cara nueva que diese sentido a la siembra de la Palabra, pero eso no ocurría.
Érase una iglesia que cumplidamente predicaba el Evangelio según mandato divino, contando con muy buenos predicadores para ese fin.
Ocurría que los asistentes estaban formados siempre por los fieles bautizados, y nunca aparecía por allí ningún inconverso.
Evangelizar era como querer pescar con caña sin cebo en una pecera sin peces.
Al hacer la invitación el predicador de turno, todos se decían a sí mismos “ya di ese paso”, “ya me convertí”, “esto no va por mí”, “yo ya soy salvo”, “yo ya cambié”, “ya cumplí con Dios”, “estoy en paz con Dios”, etc.
Todos esperaban que apareciese por la puerta alguna cara nueva que diese sentido a la siembra de la Palabra, pero eso no ocurría.
También los había que preferían que no entrase nadie de la calle, porque esperaban evitar cualquier incordio durante la plácida hora de reunión. Para ello mencionaban en oración la coletilla “líbranos, Señor, de toda persona inoportuna”.
Pero un día cometieron la temeridad de invitar a un predicador “de fuera”. Un predicador que los confrontó con su realidad, y se empeñó en sacarlos de su zona de confort.
“Siempre habéis esperado la asistencia de inconversos en vuestras reuniones de predicación del evangelio, y ¡los inconversos sois vosotros mismos!”.
“¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¿Nos estás tachando de inconversos?” protestaron los más antiguos.
Mostrando una violencia nunca antes imaginada, la masa de creyentes sacó al falso profeta en volandas desde el púlpito hasta la calle, lo arrojaron a la calzada, mientras cogían adoquines y se los arrojaban con furia.
Por un momento reprodujeron sin saberlo alguna escena bíblica.
Librados ya de la pesadilla de aquel impío, volvieron a la rutina de sus reuniones.
Así pasaron algunos años más, hasta que celebraron el último entierro del último creyente, porque ya nadie pisó más aquella iglesia de justos.
Alguien que quedó para contar esta historia, cerró la puerta ya para siempre de aquel local yermo que acabó destinándose a un próspero taller de confección.
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