El burro de Bartolo

(Dedicado a la Sra. Teresina)

En un pueblo de la Almería profunda de posguerra vivía Bartolo, un muchacho que iba montado permanentemente sobre un burro, aunque él no lo sabía.

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Todos le decían “¿qué haces ahí subido?”, “¡deja ya el burro!”, pero él lo negaba, “¿pero qué burro?”, “¿de qué me habláis?”.

Se paseaba ufano sobre el equino por las calles del pueblo, haciendo gala de la suficiencia que otorga la ignorancia de no saber lo fundamental de la vida.

Los paisanos le repetían al pasar por la plaza principal refranes como “al que va en burro, se le ve el fardo”, pero él no entendía nada. “¿De quién estarán hablando?” se preguntaba.

Pero ocurrió algo inesperado, las beatas de la iglesia cotillearon una noche estrellada que el burro susurró algo al oído de Bartolo y que eso le cambió la vida.

Aquella mañana de primavera, cuando todos los jardines de las casas florecían con esplendor, se les vio entrar con paso seguro por la puerta antigua del pueblo, al burro de Bartolo y a él caminando a su lado.

La expectación fue general, corrió la voz por las casas y todos se reunieron frente el Ayuntamiento formando corro con Bartolo en el centro.

Todos le pedían explicaciones de aquel sorpresivo descenso. Y las razones que dio las resumió en pocas palabras.

“Vecinos, ahora sé que estaba subido a un burro, ahora sé que hoy estoy pisando con los pies en el suelo, ahora… ahora que me he bajado del burro”.

Lo abrazó el cura, lo abrazó el boticario, lo abrazó el alcalde y todos al unísono le dedicaron una sonora ovación.

El pueblo hizo fiesta, la que ya tenían preparada los abuelos desde hacía tiempo.

“Con el tiempo y una caña, hasta los verdes caen” se decían los sabios, porque de refranes estaban bien servidos.

¡Ah! El burro siguió siendo burro, los animales no yerran.