Salas de espera

Los días pasaban tras su reciente jubilación, y Josetxu no sabía en que podía ocupar el tiempo libre.

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Cursillos de todo tipo, excursiones, estudios reglados, voluntariado, seguimiento de obras, en fin, había un montón de actividades que podían serle gratificantes.

Por una dolencia en la rodilla hubo de personarse en el consultorio médico, y sentado en la sala de espera observó una persona que estaba allí permanentemente, sin que la doctora lo llamase por nombre para hacerlo pasar.

Otros días que volvió, esa persona estaba en las salas de espera ahora de oncología, luego en pediatría, luego en trauma, etc.

Y se hizo la pregunta, ¿cuántas enfermedades debe acumular esta persona para que necesite acudir a tantos médicos?

Su cabeza empezó a fantasear. No todas las personas con deseos de curar y de cuidar han visto satisfecha su vocación, por no haber podido realizar los estudios de medicina. O quizá la han descubierto tardíamente.

¿No será que, igual que hay un médico tras la puerta de la consulta pueda haber otro en las sillas de la sala de espera? ¿Esta persona que frecuenta las salas de espera tendrá alguna cualidad para curar?

Y él, si no fuera porque siempre había tenido la inclinación de desear el bienestar de la gente, tampoco habría fantaseado eso.

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Así que sin preguntar a nadie de si tal cosa podría ser cierta, cada dos días se sentaba en las salas de espera del hospital, del ambulatorio, de maternidad, de paliativos, etc.

Por lo general no hablaba con los pacientes, a veces sí, pero lo más habitual era que pasase ese tiempo en actitud rogante. Aferrado a aquel texto del Éxodo “yo soy Yahvé tu sanador” pasaba los minutos cambiando el orden de las cosas.

Parece que aquello funcionaba porque cada vez había menos enfermos en las salas de espera.

Cuando ya todas las sillas estaban vacías, pues se iba a casa.

Pero un día en que eran cinco en la sala se asomó desde la puerta de la consulta el médico y quedó sorprendido porque no tenía a nadie más programado para aquel día.

— ¿Qué esperan ustedes?

Se miraron las caras unos a otros y enseguida comprendieron.

El ejemplo había cundido y ya era una ocupación habitual para personas que disponen de tiempo libre y tienen el deseo de estar al lado de los que sufren y de hacerles bien, cada cual a su modo.

Reconociéndose ahora entre ellos, por complicidad no se dijeron nada y cada cual se fue por su camino con una sensación agradable.