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La farola

Iluminada hacía las justas preguntas que permitían que Bertrán vaciase sus penas.

CUENTOS AUTOR 152/Antonio_Cardenas 13 DE FEBRERO DE 2025 22:50 h
Foto: [link]Jason Mitrione[/link], Unsplash CC0.

Cuando todavía los traperos recorrían las calles recogiendo los trastos dejados junto a los contenedores de basura, hubo uno de ellos llamado Bertrán que, al amparo de la luz de las farolas de la avenida Meridiana, hacía su recorrido nocturno con un carrito desbordado de cartones y cacharros.



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No acostumbraba a renegar de su condición de trapero, aunque era amigo de que como él, todos cumpliesen bien su labor en la ciudad, desde el alcalde hasta los barrenderos y basureros.



Pero aquella noche, quizá por el traspié que dio al salir de casa, por algún furtivo pensamiento, o por su poco celebrado cumpleaños de aquel día, el ánimo le dio un vuelco y recorrió ceñudo la ancha avenida paralela a los meridianos terrestres.



A su derecha se adivinaba un surtido montón de basura, pero para su desgracia carecía de la iluminación necesaria para hacer la selección.



La farola que correspondía a aquella porción de calle estaba apagada. “Me –pip- la mala suerte. La –pip- que te –pip-. Me –pip- en tu estampa”. Estas y otras maldiciones profirió Bertrán sin más espectadores que la elevada farola y algunas personas que esperaban el autobús.



Maldijo el servicio de mantenimiento del alumbrado, a su trabajo, a personajes de la mitología y del santoral. La farola lo miraba desde arriba encorvada y compasiva.



— ¿Tanto te enfadas? — pareció oírse desde la cápsula de vidrio de aquel palo gigante.



— ¿Qué? ¿Quién ha hablado? — contestó Bertrán.



Soy yo, la farola.



Bertrán buscó el micrófono que suponía incorporado en el palo, esperando explicar el perjuicio que le ocasionaba aquel apagón a un probable operario del otro lado.



— Soy yo, la farola propiamente — volvió a decir.



— ¿Desde cuándo hablan las farolas? —contestó.



Bertrán continuó la conversación con el convencimiento de que, al otro lado y a la una de la madrugada, había un funcionario del Ayuntamiento que le daba conversación. Cosa difícil, y todavía menos creíble que las farolas hablen.



Habiendo hecho las suficientes averiguaciones visuales que descartarían se tratase de algún tipo de pericia técnica, se dirigió a la farola.



— A ver, repite, ¿qué has dicho?



— Digo que no tienes motivos para maldecir de ese modo, ignorando el buen servicio que te proporcionan el resto de mis numerosísimas compañeras — contestó la oscura farola.



Bertrán creyó encontrarse en una fábula, con la diferencia que a cambio de zorra había farola.



¿Desde cuándo las farolas nos dan lecciones de moral? — contestó Bertrán.



— Desde que los hombres la desecharon — oyó decir.



— ¡Si sabes hablar, bien podrías evitar tu oscuridad! ¡No sabes el perjuicio que me ocasionas! — increpó Bertrán.



Y asignándole culpa al objeto, acabó propinándole un golpe con una porra, de modo que la dejó tambaleando de pie a cabeza.



— ¡Mañana mismo te denunciaré al Ayuntamiento de distrito!



Bertrán acabó su trabajo aquella noche y abriendo la puerta de su casa le recibió el gato que, como de costumbre, le ofrecía el lomo para que lo acariciase.



Al día siguiente, a las diez de la mañana, ya se encontraba en el mostrador de la sección de alumbrado público. Recibido por una chica tan simpática como ineficaz, le confesó.



Hay una farola en la avenida Meridiana que no da luz.



—¿Cuál? — contestó la chica, sin esperar.



— Pues compruébelo usted — contestó Bertrán



— ¿Cómo lo voy a comprobar si ahora están todas apagadas? — dijo orgullosa —. Mire, lo que tiene que hacer es anotar el número de la farola que figura en la base de esta. Usted nos dice mañana el número y cambiamos la bombilla.



Aquella noche se proveyó de libreta y papel para anotar el número. Llegó hasta ella y…”¡Córcholis, no puedo ver el número por la misma oscuridad”. Se enfadó consigo mismo.



— No sabrás tú el número —murmuró Bertrán.



— No me lo dijeron cuando me fabricaron, aunque si te sirve de algo me llamo Iluminada — contestó la esbelta figura.



— Pues no veo que tengas algo de iluminada, y tu nombre de poco me servirá.



A pesar del enfado inicial hoy Bertrán estaba más dialogante, y trapero y farola se enzarzaron en una conversación sobre el modo de ver las cosas y la misma vida.



Al día siguiente la basura abundaba más. No podía hacer la selección, y el trabajo se le acumulaba, pero hoy tenía una linterna. Anotó un número larguísimo compuesto también por alguna que otra letra.



Ese día hizo un alto y apoyado en Iluminada se fumó cuatro cigarrillos. El lomo de su gato no le satisfacía completamente, y la farola se prestaba a escuchar.



Salieron muchas cosas al pie de aquella sombría farola. Iluminada hacía las justas preguntas que permitían que Bertrán vaciase sus penas. Cuando fue esposo, padre, cuando enviudó, cuando amó, cuando se equivocó… de nada se escandalizaba Iluminada.



Al día siguiente fue otra vez al Ayuntamiento y resulta que estaban de fiesta porque celebraban el día internacional del funcionario. A la noche otra vez estaba junto a Iluminada departiendo intimidades.



Esta vez habló un poco ella y explicó cómo las farolas ven a los hombres desde arriba. No es que Bertrán lo encontrase interesante, pero se creía en el deber de escuchar y no acaparar todo el discurso.



Por fin un día Bertrán dio el papel con el número a la chica del mostrador. Aquella noche, sentado en el bordillo bajo la sombra de la farola, Bertrán supo lo que es la amistad.



Ser escuchado y comprendido, sin sentirse culpable por nada. Sin necesidad de demostrar nada ni defenderse de nada. Ya no reparaba en que aquel palo encorvado no era ni animal, ni hombre ni mujer.



Tal era su necesidad de ser amado que no aspiraba a más, y asumió aquella ayuda sin preguntar nada, como hacen los niños.



Se dispuso a emprender la carrera una noche más, con la ilusión de explicar los sucesos del día a Iluminada, pero… cual fue su sorpresa al advertir que todas las farolas alumbraban por igual.



La suya estaba perdida en el anonimato y no era otra cosa que una luciente farola más. Llegó el día en que le cambiaron la bombilla.



Con suma tristeza, Bertrán llenaba su carrito chirriante. Los que se cruzaban con él le creyeron borracho o loco, porque iba repitiendo desconsolado mientras caminaba de farola en farola… “¿eres iluminada?”



Este relato reeditado cumple el número 500 de mis publicados en Protestante Digital, y fue el primero que escribí allá por el año 2005. Han pasado veinte años.



También en estos días se cumplen 18 años del fallecimiento del médico Carles Pujol, el amigo que me recomendó que ya no dejase de escribir. Él dejó de lucir un día entre nosotros para lucir en el Cielo, como la farola del cuento. Esta vez lo dedico a M. Àngels, sus hijos y nietos


 

 


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COMENTARIOS

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María Victoria Torres-Pardo
14/02/2025
08:49 h
1
 
¡Precioso relato, Antonio! ¡Feliz 500 cumple-relatos! Me alegro de que tu amigo Carles te recomendara seguir escribiendo. Yo leí el primero y me entusiasmó tu imaginación, ya no pude parar... A mí una amiga me dijo en una ocasión que le parecía "peculiar". Eso me ha ocasionado muchos problemas y muchas pérdidas de personas que pensaba que me querían. A veces luces de manera diferente a otros, o tu luz es más discreta, quizás peculiar, pero ayuda de otras maneras. Un abrazo. ¡Q Dios te bendiga!
 
Respondiendo a María Victoria Torres-Pardo

Antonio
14/02/2025
14:58 h
2
 
Muchas gracias María Victoria, me hace bien lo que dices. El otro día viajando en el metro de Barcelona estuve observando a los pasajeros y me percaté que sobre cada cual reposaba alguna gracia, y pensé en la generosidad divina. Unos por el porte, por el descuido, por el físico, por la vestimenta, el peinado... todos me parecían bendecidos en su apariencia. Seguro que muchos también lo serían en su interior. Sí, cada cual llevamos algo único, también con el fin de compartirlo. Gracias otra vez.
 



 
 
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