Un nuevo relato de Antonio Cárdenas.
En la Córdoba andalusí del siglo XII estaban tan avanzados que hasta los ciegos tenían su propia mezquita regentada por un imán invidente.
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Había en aquella ciudad y por aquel entonces decenas de mezquitas diseminadas por los barrios.
Los fieles invidentes tenían cegueras de diferentes grados, pero el que se llevaba la palma era el Ciego Mayor, el imán, con una ceguera absoluta.
El caso es que esta discapacidad tenía muy mal pronóstico entre los cordobeses de entonces, hasta que un oriundo de esta ciudad produjo grandes avances sobre todo en lo relacionado con las operaciones de cataratas.
Mohamed Al-Gafequi, que así se llamaba este óptico, experimentó con los fieles de la mezquita teniendo tanto éxito que muchos recobraron la visión.
Ya con la visión recuperada no tenía sentido pertenecer a la mezquita de los ciegos, pero por el cariño que se tenían continuaban allí.
Este hecho generó suspicacias en el Ciego Mayor quien receló de los que a partir de un momento decían ver. Creyó que todo se trataba de una artimaña confabuladora para desbancarlo de su posición de autoridad.
Lo cierto es que se estaba desvaneciendo el prestigio y poder que hasta entonces disfrutaba porque la realidad se imponía, mejor es ver que no ver.
Su dominio estaba sustentado en el reino de las tinieblas, y la misma ceguera le producía paranoias.
Todos le recomendaban que se sometiera al bisturí de Al-Gafequi, todo serían ventajas
— Queremos que sigas siendo nuestro imán, y mejor lo serás si además recuperas la visión.
Ni por esas, se creía tan ufano con su dificultad que, afirmando bastarse por sí mismo, no hacía más que tropezar con los objetos y caer de bruces contra suelo varias veces al día.
Los fieles sentían pena por él y le reconvenían cariñosamente.
Por respeto le mantuvieron en la creencia de que mandaba sobre ellos, cuando en realidad el gobierno ya hacía tiempo estaba en manos de los primeros videntes.
Pero claro, él ni se enteraba.
Así se mantuvo hasta que en su edad avanzada enfermó y desde su lecho de muerte hizo llamar a Al-Gafequi.
— Siempre te he temido, sabiendo de los bisturís con que decían trabajabas, me llené de respeto. Pero ahora ya parto de este mundo para veme con el Profeta y no quiero llevarme la ceguera de esta tierra al paraíso de Alá, haz el favor de curar mis ojos, opérame ahora — dijo imperativamente.
Tomando todas las precauciones y haciendo uso de la mejor anestesia de que se disponía entonces, con suavidad y cariño Al-Gafequi curó de cataratas al imán.
Cuando volvió a abrir los ojos, minutos antes de expirar, vio el rostro bien definido de Al-Gafequi, ante el que pronunció sus últimas palabras.
— ¡Qué tonto he sido!
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