Moisés estuvo en lo cierto al iniciar su Pentateuco con las palabras “en el principio creó Dios los cielos y la tierra”.
La Tierra es un planeta muy singular que posee características que todavía no se comprenden bien.
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Una de ellas es precisamente la particular transparencia de su atmósfera, que permite el paso de la luz solar, así como la observación y estudio del universo, a la vez que contiene gases imprescindibles para la vida.
Esto que parece una trivialidad, porque estamos tan acostumbrados a ello, resultar ser hasta el presente un extraordinario equilibrio exclusivo del planeta azul.
La ciencia astronómica considera que las atmósferas incipientes de la mayoría de los planetas en formación, que orbitan alrededor de una estrella, suelen contener numerosas partículas residuales de polvo y diversos materiales en suspensión que, por acción de la gravedad y a lo largo del tiempo, van cayendo lentamente sobre la superficie planetaria.
La regla general es que cuanto mayor es la fuerza gravitatoria existente en un planeta y mayor sea su distancia a la estrella de ese sistema solar, más gruesa y pesada será su atmósfera.
Sin embargo, la Tierra se aparta notablemente de esa regla porque, dada su gravedad y distancia al Sol, debería tener una atmósfera por lo menos dos veces más espesa que la de Venus, pero resulta que no es así.
La Tierra posee una atmósfera 91 veces menor que la del planeta llamado del amor.[1] ¿Cómo puede explicarse esto?
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Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que, si la atmósfera terrestre no fuera así de transparente, no habría un ciclo hidrológico que es la base para que numerosos elementos químicos se depositen en el suelo y para que prosperen los ecosistemas de la biosfera; no estaríamos tan protegidos de los impactos de asteroides y meteoritos; y, por supuesto, la ciencia no habría podido tampoco desarrollarse, como lo ha hecho, porque no se habría logrado escrutar científicamente el universo.[2]
Al parecer, según creen los astrónomos, semejante equilibrio atmosférico se lo deberíamos a la creación y acción de la Luna.
En efecto, se asume que la mayoría de las lunas que orbitan alrededor de los diferentes planetas del sistema solar -a cada una de las cuales se le ha concedido un nombre propio- se formaron a partir de los mismos materiales del disco solar que lentamente se fueron agregando y aglutinando hasta formar los planetas.
La atracción gravitatoria de éstos fue capturando a las lunas incipientes que orbitan alrededor de cada planeta y así, lo que resulta habitual, es que éstas sean pequeñas, con relación al tamaño de su planeta.
No obstante, la Luna terrestre de nuevo constituye una clara excepción ya que es enorme si se compara con el tamaño de la Tierra.
El diámetro del planeta azul es sólo unas cuatro veces mayor que el de la Luna. Sin embargo, el diámetro de Júpiter, por ejemplo, es más de noventa veces el de una de sus lunas, concretamente Europa.
Esto significa que nuestra Luna tiene un tamaño descomunal con relación a su planeta ya que posee 50 veces más masa que cualquier otra luna del sistema solar. Lo cual contribuye decisivamente a su atracción gravitatoria sobre la Tierra y a todos los beneficios que ello supone para la vida.
Las rocas recolectadas en la Luna por los astronautas de las misiones Apolo, que lograron posicionarse sobre el satélite y tomar muestras, han puesto de manifiesto que Luna y Tierra no tienen el mismo origen geológico.
La corteza lunar es químicamente distinta de la terrestre y algo más joven.[3] Se cree que la Tierra es unos 40 millones de años más vieja que la Luna y que por lo tanto no se formaron a la vez.
La teoría más aceptada en la actualidad, acerca del origen de nuestro satélite, dice que, en el pasado remoto, un cuerpo del tamaño de Marte colisionó con la Tierra lanzando al espacio casi toda la atmósfera primitiva terrestre.[4]
Los materiales rocosos de ambos cuerpos se mezclaron después del impacto, fueron orbitando alrededor de la Tierra hasta que finalmente se aglutinaron y dieron lugar a la Luna.
Los astrónomos creen que dicho impacto produjo milagrosamente las condiciones necesarias para la vida en la Tierra.
En primer lugar, el planeta azul perdió su atmósfera primitiva espesa que era incompatible con la vida y ganó otra diferente más fina y transparente, en la que con el transcurrir del tiempo los seres vivos podrían respirar oxígeno.
También aumentó la masa de la Tierra, lo cual le permitió retener mayor cantidad de vapor de agua. La corteza terrestre dispuso de una gran concentración de hierro, que incrementó el nivel de nutrientes disponibles, tanto en los mares como en los suelos de los continentes.
Los elementos químicos más pesados del cuerpo que chocó con la Tierra pasaron a ésta y contribuyeron a crear la estructura interna de nuestro planeta.
La disposición actual de los materiales del núcleo, manto y corteza terrestre se formó entonces y los elementos radiactivos de larga vida media del núcleo empezaron a generar el calor necesario para permitir las corrientes de convección y la tectónica de placas, así como el vulcanismo, seísmos y demás fenómenos geológicos sustentadores de la futura vida terrestre.
La velocidad de la rotación terrestre disminuyó para permitir los ciclos vitales de todos los organismos terrestres, tanto microscópicos como de gran tamaño.
Y, en fin, el eje de la Tierra se inclinó 23 grados para hacer posible las estaciones templadas y que la vida no se extinguiera debido a las temperaturas extremas.
¿Fue todo esto el producto de una catástrofe astronómica casual o se trata de un auténtico milagro previamente planificado?
Existen muchas más características terrestres de las mencionadas aquí que permiten suponer que semejante colisión parece exquisitamente calculada para transformar una Tierra “desordenada y vacía” en un extraordinario planeta apto para la vida animal y para que en él pueda habitar y desarrollarse plenamente la especie humana.
Este acontecimiento singular e improbable constituye todo un argumento a favor de la existencia de un creador sobrenatural que hizo el mundo con gran sabiduría.
Aunque el universo tuviera una infinidad de planetas, es muy poco probable que por azar hubiera surgido uno como la Tierra.
El astrónomo cristiano Hugh Ross calculó el número de propiedades necesarias para que un planeta pudiera albergar vida, como la existente en el nuestro, y llegó a la conclusión de que hay menos de una posibilidad entre cien mil trillones.
Esto es algo absolutamente improbable que le llevó a concluir: “lo remoto de la probabilidad de encontrar un planeta apto para la vida sugiere que el Creador diseñó y construyó en forma personal y especial nuestra galaxia, nuestro Sol, Júpiter, Saturno, la Luna y la Tierra para la vida”.[5]
Es decir, que Moisés estuvo en lo cierto al iniciar su Pentateuco con las palabras “en el principio creó Dios los cielos y la tierra”.
[1] Ross, H. 2023, Navegando Génesis, Kerigma, Salem, Oregón, p. 50.
[2] González, G. y Richards, J. W., 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid, p. 116.
[3] Thorsten Kleine et al., 2005, “Hf-W Chronometry of Lunar Metals and the Age and Early Differentiation of the Moon”, Science, 310: 1671-1674.
[4] Canup, R. M. y Asphaug, E., 2001, “Origin of the Moon in a Giant Impact Near the End of the Earth’s Formation”, Nature, 412: 708-712.
[5] Ross, H., 1999, El Creador y el cosmos, Mundo Hispano, El Paso, Texas, pp. 183-197.
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