Algunos comentaristas de la Biblia han querido ver contradicciones en el libro de Dios, sin tener en cuenta la forma de hablar en aquellos lejanos tiempos, conforme a las apariencias sensibles. La manera vulgar de hablar se basaba en lo que externamente aparecía a los sentidos, y no pretendía afirmar más que eso.
El capítulo XX del Quijote, en su primera parte, no registra aventura alguna del caballero andante. El tiempo pasa en amena conversación entre el hidalgo manchego y su también manchego Sancho Panza. Don Quijote sigue en sus trece. Dice a Sancho: «Yo soy el que ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce pares de Francia y los Nueve de la Fama, y el que ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, estrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos hicieron».
Sigue páginas más adelante: «Yo nací por querer del cielo, en nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, o de oro. Yo soy aquél para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos fechos».
Sancho nada quería saber de grandezas. Tenía el pensamiento puesto en su ínsula: «Yo salí de mi tierra –dice a Don Quijote– dejé dos hijos y mujer por venir a servir a vuestra merced, creyendo volver más y no menos; pero como la codicia rompe el saco, a mi me ha rasgado mis esperanzas, pues cuando más vivas las tenía de alcanzar aquella negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que, en pago y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar tan apartado del trato humano».
De allí a poco, descubrió Don Quijote un hombre a caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aún él apenas la hubo visto, cuando se volvió a Sancho anunciándole nuevas aventuras.
La supuesta aventura la aclara Cide Hamete mediado el capítulo XXI de la primera parte. Un barbero servía a dos aldeas, porque una de ellas no tenía. Camino de la aldea menor donde un enfermo tenía necesidad de desangrarse y otro de arreglarse la barba, comenzó a llover. Porque no se le manchase el sombrero se puso en la cabeza la bacía que portaba. Era la bacía una pieza, generalmente de latón, semicircular, que usaban los barberos para remojar la barba. Iba el hombre sobre un asno pardo, y como la bacía estaba limpia, desde lejos relumbraba. Don Quijote confunde inmediatamente la bacía con un yelmo de oro. El yelmo, palabra poco utilizada hoy en nuestro vocabulario, era una pieza en la armadura antigua en forma de casco que resguardaba la cabeza y el rostro, con un plumaje o adorno en lo alto de la cabeza. Generalmente solía ser de oro. En sus notas al capítulo XXI de esta primera parte, el comentarista del Quijote Martín de Riquer, de la Real Academia Española, explica que hacía tiempo que Don Quijote deseaba poseer un yelmo muy famoso, el del rey moro Mambrino que llega a conquistar Reinaldos de Montalbán. Don Quijote llega a imaginar que la bacía que el barbero de la historia llevaba puesta en la cabeza era en realidad el yelmo de Mambrino.
Cautivo de su imaginación, cuando Don Quijote vio que el barbero llegaba cerca, montado en su burro, «sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo: ¡Defiéndete, cautiva criatura, o entrégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe!».
El barbero, lo que menos se pensó fue toparse con aquél fantasma. Para guardarse del golpe de la lanza se dejó caer del asno y no hubo tocado el suelo cuando se levantó y comenzó a correr de tal forma que no le alcanzara ni el viento. El hombre dejó la bacía en el suelo. Mandó a Sancho recogerla y poniéndose en la cabeza lo que creía yelmo, y como no le encontrara el encaje dijo a Sancho: «Imagino que esta famosa pieza de este encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir una mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo esta, que parece bacía de barbero, como tu dices».
La aventura –si se la puede llamar así– del yelmo de Mambrino asciende a alturas inconmensurables, ya que la victoria es una acción caballeresca muy particular, irreprochable, lo que hace tanto más disparatada la identificación de una bacía de barbero con el yelmo del que tiene su clara filiación con el Orlando furioso, poema caballeresco en cuarenta cantos, escrito por Ariosto y publicado en 1516.
El escritor ruso Ivan Tourgueneff dice en su libro Hamlet y Don Quijote que en la historia de Mambrino se exalta la apariencia y la realidad. Para Don Quijote, el de Mambrino era un yelmo de oro puro, aquí tenemos la apariencia. La realidad era la bacía del barbero.
Algunos comentaristas de la Biblia han querido ver contradicciones en el libro de Dios, sin tener en cuenta la forma de hablar en aquellos lejanos tiempos, conforme a las apariencias sensibles. La manera vulgar de hablar se basaba en lo que externamente aparecía a los sentidos, y no pretendía afirmar más que eso.
Una diferencia entre lo que parece y lo que es la tenemos en los Evangelios. Llaman a José padre de Jesús, hablando no de lo que era, sino conforme a las apariencias que se daban por hecho en aquel tiempo.
Otros textos de la Biblia tratan de la diferencia entre apariencia y realidad.
En un sueño que había tenido el Faraón de Egipto dice a José que había visto siete vacas de gruesas carnes que subían del río.
Las vacas eran la apariencia. La realidad consistía en siete años de abundancia en el país (Génesis 41: 18-26).
Moisés ve en el monte Sinaí «la apariencia de la gloria de Jehová como un fuego abrasador».
El fuego era la apariencia. La realidad era que Moisés debía estar en el monte 40 días y 40 noches. (Éxodo 24: 17-18).
El profeta Isaías, tratando del juicio contra Judá y Jerusalén, escribe: «La apariencia de sus rostros testifica contra ellos».
Los rostros eran la apariencia. La realidad era que aquellos judíos vivían como en tiempos de Sodoma (Isaías 4: 9).
Hablando a otros judíos, Cristo dice: «No juzguéis según las apariencias, sino juzgad justo juicio». (Juan 7: 2). La apariencia era eso mismo, figura, simulacro. La realidad, el juicio justo.
Es el apóstol Pablo quien más trata de las apariencias. La gente ve lo que aparentamos; pocos advierten lo que somos en la realidad. Escribiendo a los miembros de la Iglesia en Corinto, Pablo les dice que se guarden de aquellos que se «glorían en las apariencias y no en el corazón» (realidad). (2ª Corintios 5: 12). Páginas más adelante en la misma epístola les acusa de «mirar las cosas según las apariencias», y no según la realidad de los hechos. (2ª Corintios 10: 7-8).
En fin, en la segunda carta que escribe a su discípulo Timoteo, Pablo le advierte sobre aquellos«que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella». (2ª Timoteo 3: 5).
Diferencia entre apariencia y realidad una vez más, como la que había entre la bacía del barbero y el yelmo de Mambrino.
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