Los escritores de los evangelios y de las epístolas fueron siempre muy conscientes de cuáles eran sus propias ideas y cuáles las expresadas por su Maestro.
No todos los teólogos de los siglos XIX y XX fueron partidarios de la crítica negativa del texto bíblico.
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Hubo algunos que continuaron aceptando la posibilidad de los milagros sobrenaturales y se acercaron a los escritos, no desde la sospecha sino desde la confianza, realizando una crítica constructiva.
Creyeron que la Biblia seguía siendo la verdadera palabra de Dios que revelaba su voluntad para el ser humano. Esta es la línea que siguieron, por ejemplo, el teólogo y matemático irlandés George Salmon (1819-1904), quien profundizó en la posibilidad de los milagros[1]; el teólogo protestante alemán Theodor von Zahn (1838-1933), que fue profesor en la universidad de Göttingen y nominado varias veces al Premio Nobel de Literatura[2]; así como el teólogo anglicano Robert H. Lightfoot (1883-1953), gran especialista en el estudio de los cuatro evangelios.[3]
Todos ellos realizaron una crítica constructiva de las Sagradas Escrituras.
Tales críticas positivas o respetuosas del texto, así como de los milagros realizados por Jesús, como su nacimiento virginal y su resurrección corporal, no parten de la idea naturalista de contradecir la enseñanza sobrenatural de las Escrituras sino que dejan hablar al texto en su propio contexto.
Hacen énfasis en las observaciones de los testigos oculares, en contra de las suposiciones indemostradas de que se trataba de leyendas elaboradas por la iglesia primitiva.
Tienen en cuenta que, por regla general, la creación de mitos en las diferentes culturas no se realiza inmediatamente sino que requiere como mínimo el transcurso de dos generaciones, algo que desde luego no pudo darse en el caso del Nuevo Testamento.
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Y, por tanto, se abren a la posibilidad de la acción sobrenatural de Dios en el mundo por él creado.
Si la crítica negativa menosprecia el testimonio de los apóstoles que fueron testigos directos de los acontecimientos narrados, la positiva los tiene en cuenta y reconoce que los evangelistas Mateo, Marcos y Juan vieron con sus propios ojos los eventos que describen.
De la misma manera, Lucas -médico con espíritu científico y meticuloso- le dice a Teófilo que su evangelio lo escribió “después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen” (Lc. 1:3). ¿Cómo se puede desconfiar de personas que escribieron esto y dieron su vida por predicar el evangelio?
Otra de las afirmaciones indemostradas de la crítica negativa es la de suponer que los escritores del Nuevo Testamento no distinguieron bien entre sus propias palabras y las que pronunció Jesús.
Vamos que, en muchos casos, se las inventaron y las pusieron en boca del Maestro pero éste nunca las habría pronunciado.
Sin embargo, lo cierto es que no hay evidencia suficientemente sólida como para sostener semejante argumento.
Las palabras pronunciadas por Jesús en arameo, esas que los especialistas llaman ipsissima verba, no demuestran que todas las demás dichas en hebreo o en griego koiné fueran falsas o inventadas por los discípulos.
Probablemente el Maestro hablaba estas tres lenguas y, tal como hacemos nosotros hoy, usaba algunas frases significativas en el mismo idioma en que se habían gestado.
Además, es evidente que los cristianos primitivos distinguían perfectamente entre las palabras de Jesús y las suyas propias por la facilidad con que se aprecian en el texto del Nuevo Testamento.
Las ediciones bíblicas que resaltan las frases de Cristo en tinta roja son suficientemente significativas.
Los escritores de los evangelios y de las epístolas fueron siempre muy conscientes de cuáles eran sus propias ideas y cuáles las expresadas por su Maestro.
Esto se aprecia bien en los escritos del apóstol Pablo, por ejemplo cuando en relación al matrimonio dice: “mando, no yo, sino el Señor” y dos versículos después afirma: “y a los demás yo digo, no el Señor” (1 Co. 7:10-12).
Hay aquí una clara distinción entre lo que dijo Jesús y lo que creía Pablo. De manera que la hipótesis de la confusión de palabras y conceptos entre el rabino galileo y sus discípulos no se sostiene.
Asimismo, se ha sugerido que muchas historias del Nuevo Testamento son el producto del folklore mítico propio de las demás religiones y tradiciones de la época.
Si bien es verdad que durante los siglos II y III d. C. surgieron numerosas leyendas y mitos paganos, también lo es que los escritores novotestamentarios rechazaron siempre tales fábulas humanas.
En este sentido, Pablo insiste en que los cristianos no deben prestar atención a las “fábulas y genealogías interminables” (1 Ti. 1:4), ni a las “fábulas profanas y de viejas” (1 Ti. 4:7) o a las “fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad” (Ti. 1:14).
Está claro que, según su opinión, los creyentes en Cristo Jesús debían apartarse de cualquier tipo de mito o superstición humana.
El apóstol Pedro recalca también esta misma idea al afirmar: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 P. 1:16).
Es del todo inverosímil que los apóstoles se dejaran impresionar por los mitos paganos de su época y los copiaran en sus escritos.
Otros autores han manifestado que los escritores bíblicos no tenían interés en reflejar la historia real de lo que ocurrió sino sólo aquellos detalles que servían al relato de la salvación que querían contar y por eso adornaron supuestamente sus narraciones.
Pero, si esto hubiera sido así, resultaría que los autores de los textos de la Escritura se convertirían automáticamente en creadores de los acontecimientos que relatan y no en meros biógrafos que registran fielmente los hechos observados.
Esto socavaría la credibilidad de los propios escritores y la autoridad de la Biblia. ¿Cómo creer entonces que tales autores fueron inspirados por Dios? Este argumento es completamente increíble ya que fue el propio Señor Jesús quien, -después de la declaración de Simón Pedro acerca de que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente- respondió: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16: 17). Si fue el Padre quien les reveló tales cosas a los autores bíblicos, entonces resulta inverosímil creer que ellos se inventaran algunas historias.
Por último, algunos críticos del texto han manifestado que como Jesús fue ejecutado en el año 33 d. C. y los primeros textos de los evangelios no se escribieron hasta los años 50 o 60 d. C., es probable que los autores no recordaran exactamente lo ocurrido y se imaginaran cómo debía haber pasado, con lo cual pudieron inventarse algunas historias.
Este planteamiento tampoco tiene en cuenta el poder y la influencia del Espíritu Santo sobre los escritores inspirados.
El propio Jesucristo dijo, según escribe el evangelista Juan: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 14:26).
De manera que la acción del Espíritu actuó en la mente de los autores bíblicos para que recordaran y relataran fielmente todo lo ocurrido.
En fin, frente al dilema que se nos plantea, acerca de quienes tienen mayor credibilidad, si los teóricos de la crítica moderna o bien los escritores bíblicos, (muchos de los cuales fueron testigos oculares de los acontecimientos que narraron) prefiero, sin dudarlo, el testimonio firmado con la propia sangre de estos últimos.
[1] Salmon, G., 1897, Some Thoughts on the Textual Criticism of the New Testament, London, John Murray, Albemarle Street.
[2] von Zahn, Theodor, 1903, Das Evangelium Des Matthaus, Diechert, Leipzig.
[3] Lightfoot, R. H., 1957, St. John S Gospel A Commentary, Oxford University Press.
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