Entre los seres y bienes que no debía codiciar ningún judío de su vecino figura también el buey.
En cierta ocasión, un día sábado, estaba Jesús sentado a la mesa, en casa de uno de los jefes fariseos, y les advertía sobre el peligro de la ambición por conseguir puestos importantes en la vida y sobre la acepción de personas, cuando uno de los comensales, dirigiéndose al Maestro, le sugirió el tema del banquete mesiánico.
Los judíos tenían una serie de imágenes acerca de lo que sucedería cuando Dios irrumpiera en la historia inaugurando la nueva era. El banquete mesiánico era precisamente una de esas imágenes que ya el profeta Isaías había descrito:
Y Jehová de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados... Y destruirá a la muerte para siempre; y enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros...” (Is. 25:6-8).
El hombre que se dirige a Jesús estaba pensando en esta clase de banquete y al decir: “Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios” quiere expresar la exclamación: ¡Qué suerte poder participar en el banquete escatológico del reino de Dios porque eso significará estar presente en la resurrección de los justos! (Lc. 14:4).
Esta observación le da pie a Jesús para contestar a su interlocutor y a todos los judíos presentes, mediante la parábola del gran banquete. De manera que el Señor viene a decirles: “Sí, así es. Pero ¿y si te invitan a ese formidable y deseado banquete y tú rechazas deliberadamente la invitación?”
En la Palestina de los tiempos de Jesús, cuando se invitaba a alguien a una fiesta, se anunciaba el día de la celebración de la misma con mucha anticipación. Se enviaban las invitaciones y éstas eran aceptadas pero no se anunciaba la hora.
Cuando llegaba el día fijado y todo estaba ya listo se enviaba a los siervos para que citaran a los invitados. De manera que aceptar la invitación por anticipado y luego rechazarla, el mismo día del festejo, constituía un insulto grave y serio.
Según Joachim Jeremias, es posible que Jesús hubiese tomado, para construir esta parábola, el caso de un famoso recaudador de impuestos judío llamado Bar Ma’yan que aparece en el Talmud palestinense. 1
Al parecer este hombre preparó, un buen día, un gran banquete para las autoridades de la ciudad pero éstas declinaron la invitación. Entonces, con el fin de no desperdiciar tanta comida, convocó a los pobres y a los desheredados y les dio a ellos el banquete.
Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo con esta hipótesis de Jeremias. Otro gran exégeta, el profesor Joseph A. Fitzmyer dice que “la mayoría de estas historias son, como mucho, del siglo IV d. C.; parece, pues, muy improbable que Jesús hubiera tenido conocimiento de casos similares”. 2
Si esta segunda hipótesis fuese la verdadera habría que admitir que la parábola del gran banquete fue, en efecto, original del Señor Jesús. Esta es desde luego nuestra opinión.
A primera vista lo que podría desprenderse del texto es la superficialidad de las excusas presentadas. El primero de los invitados había comprado una hacienda, es decir, un terreno y ¿no se había detenido a verlo antes de la adquisición? ¿No podía ir a examinarlo otro día, en cualquier otro momento? ¿Cómo es posible hacer una revisión de un terreno por la noche, en plena oscuridad?
El segundo en excusarse había comprado cinco yuntas de bueyes. ¿Se pueden probar cinco yuntas de bueyes a la hora de la cena? ¿No habría otro momento mejor?
El buey (en hebreo, šō-wr o שׁ֖וֹר) se empleaba ya en tiempos bíblicos para trabajos agrícolas y como animal de tiro (Dt. 22:10; 1 R. 19:20; Dt. 25:4; Os. 12:11).
En la Biblia se menciona unas 145 veces pues era muy importante por su valor económico, por el trabajo que realizaba en los campos, como alimento (Dt. 14:4) y para los sacrificios (Lv. 9:4; 22:23).
Entre los seres y bienes que no debía codiciar ningún judío de su vecino figura también el buey (Ex. 20:17). Nunca había que unir al buey con el asno en la misma junta (Dt. 22:10), ni tampoco poner bozal al buey que trilla (Dt. 24:4).
Lo que demuestra el gran respeto que se tenía hacia estos animales. En hebreo existen muchas palabras que se refieren a diversos aspectos relacionados con los bueyes: abbir, trata de su fuerza; éleph, se refiere a la docilidad; tsémed, indica que era un animal de yugo; baqar, que formaba parte de un rebaño y, en fin, el término bûs, puede referirse tanto al buey como a la vaca (Lc. 13:15; 14:5, 19; Jn. 2:14, 15; 1 Cor. 9:9; 1 Ti. 5:18).
Sin duda, la mejor de las excusas es la tercera. Una de las buenas leyes del Antiguo Testamento establecía que “cuando alguno fuere recién casado, no saldrá a la guerra, ni en ninguna cosa se le ocupará; libre estará en su casa por un año para alegrar a la mujer que tomó” (Dt. 24:5).
Evidentemente este hombre tenía presente la Ley pero, ¿no la podría haber dejado sola una noche? Hay comentaristas que intentando explicar estas excusas llegan a decir: “¡Llevándola al banquete sí la habrían alegrado! Y si antes de hacerlo, le hubiera informado de su matrimonio al que lo invitaba, esa persona cordial habría dicho: Por supuesto, tráela contigo” (Hendriksen, G., 1990, Evangelio según san Lucas, Michigan, p. 694).
Lo malo de este razonamiento es que olvida completamente que en Israel, a este tipo de banquetes, sólo eran invitados los varones.
Es verdad que las excusas parecen superficiales, sin embargo no hay que intentar comprenderlas o racionalizarlas. Hacerse todo este tipo de preguntas significa no haber entendido, en realidad, lo que pretende la parábola.
Sólo con que uno hubiera aceptado, la parábola perdería todo su significado. La culpa de los invitados no consiste en haber comprado algo y tener que ir a verlo en seguida o en haber contraído matrimonio, sino en haber puesto sus intereses personales por encima del deseo del anfitrión de verlos a todos sentados a su mesa. ¡Da igual la excusa que pusieran, el verdadero problema es que ninguno tenía interés por participar de aquel banquete!
Ante la negativa de sus ingratos amigos el anfitrión invita a los sectores más humildes de aquella sociedad. Pobres, mancos, cojos y ciegos. Pero los convida con insistencia: “fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa”.
Es perfectamente comprensible que esa clase de personas se resistiera, de buenas a primeras, a aceptar una invitación semejante. Seguramente habría que irles convenciendo poco a poco hasta que finalmente aceptaran entrar a la sala y participar del banquete.
Desde los tiempos de S. Agustín se han venido interpretando mal estos versículos en el sentido de ejercer fuerza física, si fuera necesario, para convertir a las personas.
De ahí que algunos hayan considerado a S. Agustín como inspirador espiritual de la Inquisición. Sin embargo, como decimos, esa es una mala interpretación ya que a su lado se debería colocar también otro texto, el de 2 Cor. 5:14: “Porque el amor de Cristo nos constriñe...”.
En el reino de Dios lo único que obliga, que constriñe y presiona es el amor. Si no se experimenta personalmente el amor de Cristo, de nada sirve la fuerza.
Jesús no está recalcando en estos textos que el reino de Dios esté cercano o que vaya a venir pronto, sino que existe la posibilidad, ya hoy en el momento presente, de tener acceso al banquete futuro.
Este es el auténtico sentido de la mesa del Señor. La Santa Cena constituye también la invitación que la Iglesia de Cristo hace al mundo.
Estos versículos son, así mismo, la transición entre el concepto de reino de Dios al de reino de Cristo. En la introducción de la parábola se habla de un banquete en el reino de Dios, mientras que al final (v. 24) el Señor coloca el pronombre posesivo “mi” delante de la cena.
El banquete de la resurrección de Jesucristo se inicia ya aquí en la participación de la Santa Cena.
Esta parábola no plantea ninguna dificultad. No resulta complicado descifrar su verdadero significado. Se dirige directamente a los compatriotas de Jesús y pretende provocarles una actitud de aceptación y no de rechazo.
El quedar excluidos del banquete se debe sólo a la propia voluntad de los invitados. Dios no obliga a nadie a participar de su mesa contra su propio deseo.
Sin embargo, todo aquel que se niegue hoy a aceptar la Palabra de Dios quedará definitivamente excluido del banquete escatológico.
Los primeros en ser invitados fueron las autoridades religiosas judías, los fariseos, los juristas de la Ley contemporáneos de Jesús, algunos de los cuales eran los comensales que estaban sentados con él en aquella mesa.
Pero, en segundo lugar, hay una doble invitación. Aparecen otros dos grupos más. Por un lado los que frecuentan “las plazas y las calles de la ciudad”, los judíos marginados de todas las ciudades hebreas, los desheredados del judaísmo.
Pero también “los que transitan por los caminos y por los vallados”, los que rebasan los límites de la ciudad, es decir, del judaísmo; los de fuera, los gentiles paganos.
Esta es precisamente la idea que tenía el evangelista Lucas acerca de la salvación, como puede verse en el libro de Hechos al recoger de boca de Pablo y Bernabé las siguientes palabras:
“A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios (se refiere a los judíos congregados en la sinagoga de Antioquía de Pisidia); mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles” (Hch. 13:46).
Jesús intentó, de forma desesperada y mediante todos los medios posibles a su alcance, atraer a sus compatriotas a una verdadera comprensión de su identidad como predicador del reino y Mesías, pero el plan divino no podía, de ninguna manera, fracasar porque los judíos no quisieran aceptarlo.
A veces puede ocurrir que por no querer perder el tiempo se puede llegar a perder la vida. Heidegger escribe en su obra El ser y el tiempo: “Perdiéndose en el ajetreo de la ocupación, el hombre de la cotidianidad pierde en ésta su tiempo”.
Esta idea se refleja perfectamente en la excusa habitual de ciertos hombres contemporáneos: ¡Es que no tengo tiempo! ¡Llevo demasiadas cosas a la vez! ¡No puedo perder ni un minuto! ¡Para mí el tiempo es verdaderamente oro!
La parábola del gran banquete tiene un mensaje muy claro al respecto para el ser humano de nuestra época. Igual que aquellos invitados a la gran cena, el hombre de hoy vive atrapado en una terrible paradoja.
Invierte su tiempo distribuyéndolo meticulosamente pero no acierta a participar sabiamente del presente. Lo urgente le tiraniza, el quehacer cotidiano le roba la mayor parte de las horas y éstas se le pierden para siempre como agua entre los dedos. Los minutos que le roba el activismo y el frenesí diario se convierten en minutos perdidos para la vida, para lo que realmente importa.
Sin embargo, el mensaje de Jesús marca una diferencia fundamental entre el banquete de Dios, es decir, los planes que él desea para cada ser humano y los propios intereses del hombre.
Se enfrentan de esta manera nuestras preocupaciones personales con la alegría de sentarse a la mesa divina; nuestras necesidades corrientes con la verdadera libertad que nos ofrece Jesucristo; la realidad diaria se opone a lo que podemos llegar a ser en las manos del eterno anfitrión y, en definitiva, lo que para nosotros es una pérdida de tiempo resulta que, en la óptica de Dios, es una auténtica ganancia del mismo.
La parábola presenta dos modelos de vida humana pero la responsabilidad de la elección es patrimonio exclusivo de cada criatura.
Lo que revelan las excusas sistemáticas de esta parábola, en el fondo, no es un problema de tiempo sino una carencia fundamental de amor. Lo que quieren decir los invitados es que aman más otras cosas del mundo, sienten más respeto y admiración por otros asuntos, que por el regocijo del anfitrión.
Cuando se dice que no se tiene tiempo para alguien, en realidad, lo que se quiere decir, aunque se haga de manera velada, es que no hay amor hacia esa persona. El que ama de veras siempre encuentra tiempo.
De igual forma, Dios también espera que, si le amamos, estemos dispuestos a concederle lo mejor de nuestro tiempo. Él nos convida a todos a su cena. Está deseoso de gozarse con nuestra alegría y sobre la mesa ha colocado los mejores manjares imaginables. Después de ofrecernos la invitación, se ha quedado pendiente de nuestros labios. ¿Descubrirá acaso la mueca de alguna excusa en ellos?
Notas
1. Jeremias, J. 1992, Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella, Navarra, p. 218.
2. Fitzmyer, J. A., 1987, El evangelio según Lucas, Cristiandad, Madrid, V. 3, p. 616.
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