Tenemos que volver al realismo de la Escritura y hablar el lenguaje de un mundo que no entiende nuestra jerga, sospecha de nuestras motivaciones y desprecia nuestro estilo de vida, escribe José de Segovia en el prólogo.
Un fragmento de “Teología Pop”, editado por Lucas Magnin (Clie, 2024). Puede saber más sobre el libro aquí.
La relación de la Iglesia con la cultura popular ha sido siempre equívoca.
Por un lado, hay sectores que todavía desprecian lo que les parece efímero y trivial, elevando el “arte sacro” a la categoría de “trascendental”, ejemplo de “alta cultura” —como vemos en la mayor parte de las iglesias históricas, orgullosas de que su liturgia y arte religioso sean considerados parte de la “cultura clásica”, o inspiración incluso de las expresiones más elitistas del mundo intelectual—. Y por otro, movimientos como el evangélico, que han abrazado la cultura popular hasta convertirla en un modo de adoración e instrumento de propaganda —constituyendo una auténtica subcultura con su propia música, literatura y medios de comunicación que no llegan más que a ellos y sirven solo para su propio entretenimiento—.
A estas alturas, creo que no hace falta mucho esfuerzo para demostrar la importancia que tiene la cultura popular, desde Playboy o Tolkien hasta Star Wars y Los Simpson, no solo en la sociedad occidental, sino en la realidad global en la que ahora vivimos. Es cierto que hay cristianos que han escrito ya de los peligros de la cultura popular, sobre todo en relación con la familia y la moral, pero pocos libros podrá encontrar como este que tiene entre manos. Lucas Magnin ha logrado reunir aquí a toda una serie de jóvenes interesados en la cultura pop, tanto en España como en Latinoamérica, que intentan evitar tanto la moralina de esta literatura como el simple llamado a participar de la subcultura evangélica para producir nuevos músicos, cineastas, escritores y comunicadores que sigan entreteniendo a los cristianos con mayor técnica e inspiración. Como alguien que se siente unido a la cultura popular desde los años 60 y se ha criado tanto en una iglesia histórica como en el movimiento evangélico más amplio, nunca he entendido cómo separar la fe de mi interés por lo que se sigue llamando “el mundo”.
En el colegio me llamaban Cine, música y libros porque no hablaba de otra cosa. Era lo que me interesaba. Cuando empecé a escribir sobre estos temas a finales de los años 70 no podía separar la realidad de mi fe de la experiencia vital que encuentra su expresión en la cultura popular. No es que buscara ilustraciones para hacer el mensaje más actual, como hacen muchos predicadores… es que no puedo concebir la vida aparte de ella. La revista que publicaba en papel a principios de los 80 lleva el mismo nombre que la página web donde escribe ahora una nueva generación de autores cristianos interesados en la cultura pop, Entrelíneas.
Este libro es el anuncio de cómo algunos jóvenes, como los que aquí ha reunido Magnin, van a llevar esta perspectiva a una Iglesia todavía confusa al respecto de qué hacer con la cultura pop. Hasta leer las contribuciones de estos nuevos autores, confieso que lo único que creía que muchos evangélicos hispanos podían aportar a la cultura popular eran salmistas, memes y patéticos videos de internet. La superficialidad que todavía transmite gran parte de nuestro “mundillo cristiano” no solo hace dudar de nuestra inteligencia, sino que da una impresión de propaganda barata, solo apta para la manipulación y la promoción de intereses sociales conservadores, cada vez más partisanos a nivel político. En un sentido, parece que hemos ido hacia atrás desde los años 80, cuando la Mayoría Moral se unió al último Schaeffer (que cambió sus charlas sobre Buñuel o Jefferson Airplane por campañas contra el aborto —luego vino el movimiento LGTB, ahora lo trans y mañana cualquier otra causa de las que nos parezca que no somos culpables—).
La hipocresía farisea ha convertido el escándalo del Evangelio en una moralina cada vez más asfixiante. Nuestra música es cada vez más cúltica, nuestras películas no hablan más que de “valores familiares” y los libros son simples productos de autoayuda y psicología barata. Tenemos que volver al realismo de la Escritura y hablar el lenguaje de un mundo que no entiende nuestra jerga, sospecha de nuestras motivaciones y desprecia nuestro estilo de vida como puritano y represivo.
Creo que nos hace falta, sobre todo, honestidad —la que caracterizó a Schaeffer y Rookmaaker en los años 60 y 70, cuando hablaban de la esperanza del Evangelio en relación con la cultura popular de los jóvenes de su tiempo—. Necesitamos sinceridad, pero también humildad, ya que fácilmente simplificamos apasionadamente la complejidad de unas obras que expresan luz y oscuridad, gozo y desesperación, bondad y maldad. La vida tiene esa mezcla de gracia e idolatría, como dice mi amigo Ted Turnau en su valioso libro Pop-olegética. Podemos buscar a Dios en la cultura popular, como hace Romanowski, pero lo que encontraremos tantas veces es una realidad tan humana que hace que lo mejor de la cultura muchas veces no sea más que un reflejo del problema que la Biblia llama pecado. No eso que llamamos “el mundo”, sino nosotros —los seres humanos—, que somos tan complejos.
No me queda ahora sino recomendar la lectura de estas páginas y elogiar, si se me permite, la labor de Lucas Magnin. He conocido pocos como él, que unan a su juventud, la madurez de tantas lecturas; su seriedad a su sensibilidad; su iniciativa a su humildad. Lucas es, para mí, un ejemplo de cristianismo equilibrado, santidad mundana, personalidad comprometida con la Iglesia. Los libros que ya ha publicado muestran una originalidad en su expresión y fidelidad al mensaje nada habituales en su generación. Espero que los autores que aquí ha convocado sigan su ejemplo y que pueda ser el inicio de todo un movimiento que, aunque no creo poder llegar a ver, alcance a una generación necesitada de la Luz en medio de tanta oscuridad… ¡Que este libro sirva también para ello!
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