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La ética de Calvino ante algunas tendencias teológicas reduccionistas (VI)

De la iglesia a la sociedad: ése parece el rumbo que François Dermange transita al momento de analizar la influencia de Juan Calvino en el ámbito de la política.

GINEBRA VIVA AUTOR 79/Leopoldo_CervantesOrtiz 04 DE ABRIL DE 2024 13:00 h
Juan Calvino, en el muro de los reformadores en Ginebra.

Calvino no solo se opone a las monarquías absolutas y aboga por la elección de los magistrados, sino que, también, concibe el poder político solo como un poder de servicio para el bien del pueblo.1



F. Dermange, La ética de Calvino



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De la iglesia a la sociedad: ése parece el rumbo que François Dermange transita al momento de analizar la influencia de Juan Calvino en el ámbito de la política. Para ello, se detiene minuciosamente en la sección “Del conocimiento a la disciplina eclesiástica”, pues parte de este último aspecto para tratar de comprender mejor lo que el reformador propuso para moverse en el terreno político. Justo antes de iniciar con el tema, Dermange plantea la gran diferencia de los tiempos calvinianos con los actuales: “…el magistrado [el gobernante de la época] no tiene por qué querer hacer a los hombres más justos o mejores ante Dios [Inst. II, VI, 10: “”]. Pero ¿qué hay de un Estado cristiano? Aquí es donde las cosas se complican. La posición del reformador se hace tan fluctuante, por no decir contradictoria, tanto que corre el riesgo de contradecir los principios que él mismo estableció” (p. 228). Hoy, cuando se ha impuesto la laicidad en los Estados y cuando la fe de un gobernante no necesariamente es un factor atendible al momento de considerar las cuestiones relativas a la vida política, resalta más el contraste de aquellos días en que se exigía a los monarcas y a los magistrados que practicaran, defendieran y promovieran la fe cristiana.



A continuación, Dermange discute la manera en que los protestantes radicales insistieron en hacer de la “santidad visible” de los miembros de la iglesia una “marca” de la iglesia, lo cual, en su opinión, sería “diabólico”. Para él, la iglesia era “como un corpus permixtum, una mezcla inextricable de buen grano y de paja [Inst. IV, I, 20-23] de la que solo Dios decidirá in fine el arbitraje [H. Selderhuis, “Church on Stage: Calvin Dynamic Ecclesiology”, pp. 51-54]. La Iglesia sigue siendo la Iglesia, cualquiera que sea la mala conducta de sus miembros [Inst. IV, XII, 9], y los que no parecen dignos siguen siendo hermanos, siempre y cuando confiesen abiertamente la misma fe y participen en los sacramentos [Inst. IV, I, 14.]” (p. 230). Por esa razón, si hay disciplina, debe limitarse a las ordenanzas que sirvan “para guardar la modestia y honestidad, o para alimentar la paz” y ella jamás debe pretender valerse como las leyes espirituales. Al imponer un cierto estilo de vida, protege la salud del cuerpo y educa a las personas a acostumbrarse por la obligación, “hasta que ellas puedan escoger libremente esta manera de vivir”. Siendo una obra humana, nunca se identificará con la Palabra de Dios. La disciplina será necesaria “para manifestar públicamente la fe a través de la piedad y las costumbres”. De ahí que el autor se pregunte: “¿Esto hace de la Iglesia un contramodelo de la política?”. Y se responde: “Ciertamente no, pero en el programa de la república cristiana preconizado por Calvino, la Iglesia reivindica el control de la moral, lo que necesariamente la pone en competencia con el Estado” (p. 231).





[photo_footer]Calvino, caminando por Ginebra.[/photo_footer]



Más que de autoridad, dice, ha de hablarse de un “verdadero poder simbólico” porque en aquellas faltas que la iglesia sanciona está en juego nada menos que la eternidad de Dios, para lo cual la iglesia debe mostrar “tacto y pedagogía” en la esfera de lo formativo de las conciencias y los hábitos sociales, porque, para ello, la iglesia es “madre y maestra”. Los integrantes del Consistorio competirían con los magistrados en la instauración de una moral pública; en esa labor, Calvino veía una forma de “emancipación”: “Incluso nombrados por las autoridades civiles, los ancianos actúan esta vez como cristianos y el Consistorio era una institución eclesiástica y no política. La presencia misma de los ancianos en el Consistorio manifestaba, de manera visible, que era justo que la Iglesia tuviera el poder de controlar las costumbres y una proximidad natural la acercó al brazo secular” (p. 233).



La gran diferencia, entonces, consistió en que se esperaban actitudes y acciones cristianas de los gobernantes: “No bastaba pues con que los príncipes hicieran respetar la justicia, ni defender las buenas costumbres. Tuvieron que comprometerse en el plan religioso, no simplemente a nivel de la religión civil como lo pretendía la ley moral, porque tenían que saber que ‘Dios es defraudado de su honor si Él no es servido en Cristo’. Si eran cristianos tenían que ofrecer su poder en defensa del cristianismo” (Ídem). Hasta que el reformador tuvo suficiente apoyo político en el Consistorio pudo comenzar a tratar de influir en las decisiones que impactaron más a la ciudad de Ginebra. Pero eso sucedió hasta febrero de 1555, apenas nueve años antes de su muerte, cuando logró que las familias de emigrados participaran en esas decisiones.



La sección que continúa, “El deber del príncipe reformado”, desarrolla las ideas procedentes de la carta con que abre la Institución de la religión cristiana, dirigida al rey Francisco I. para Calvino, “los príncipes cristianos tienen como misión proteger la ‘verdadera religión’, ser alimentados por la Iglesia y ser sus ‘tutores guardianes’”. Estas palabras, peligrosas para una confesión minoritaria, se ven atenuadas por el llamamiento a la coexistencia pacífica” (p. 236). La definición del gobierno temporal, en esta línea, es muy digna de recordarse: “El propósito de este régimen temporal es mantener y nutrir el servicio exterior de Dios, la doctrina pura y la religión, guardar el estado de la Iglesia en su integridad, formarnos en toda la justicia requerida para la compañía de los hombres durante el tiempo que tengamos que vivir entre ellos, instituir nuestras costumbres a una justicia civil, a ponernos de acuerdo los unos con los otros, a mantener y a conservar una paz y tranquilidad comunes” [Inst. IV, XX, 5] (Ídem).





[photo_footer]Calvino, presidiendo una reunión del Concilio de Ginebra.[/photo_footer]



En las varias cartas citadas por Dermange en las que Calvino se dirige a monarcas protestantes se percibe bien cómo los quiere conducir por el camino espiritual de obediencia a Dios. Sus referencias eran siempre bíblicas y apuntaban hacia el hecho de que la ley divina se aplica a todos los órdenes de la vida, no solo a los religiosos. Las llamadas “dependencias” (“concepto inédito en relación con la Institución”) aplican para la primera Tabla (responsabilidades hacia Dios) y para la segunda (responsabilidades humanas y sociales): “Estas dependencias, tanto ceremoniales como judiciales, no son solo simples interpretaciones ilustrativas sino caducas, de lo que Moisés sacó de la Ley, pero al fin y al cabo fueron “ayudas” para darle una forma concreta a la ley moral” (p. 238, énfasis agregado). La forma en que extrae esas enseñanzas del texto sagrado es admirable y sumamente creativa:



Y es muy útil para nosotros saber que tanto las figuras y las ceremonias, así como las leyes políticas, no cambian y no disminuyen en nada a la regla de las diez palabras, sino solamente son ayudas para guiarnos casi de la mano para servir a Dios, puramente, y guardando equidad y rectitud entre los hombres [...] Todas las adiciones que son puestas con las diez palabras no son, estrictamente hablando, la sustancia de la ley y no toman nada de sí mismas en cuanto al servicio de Dios y no son requeridas como necesarias o incluso útiles, a menos que estén colocadas en su grado inferior [...] En cuanto a los mandos políticos, no se encontrará a uno que agregue algo a la perfección de la segunda Tabla y, de ello se deduce que no se puede imaginar nada para regular a los hombres a bien y justamente vivir, además del contenido de las diez palabras [o mandamientos] [Prefacio a la Epístola al príncipe Henri, duque de Vendôme, rey heredero de Navarra, p. 2]. (p. 239)



 



Las dependencias “son entonces la traducción política práctica que Calvino pretende extraer de los preceptos de las dos Tablas de la ley moral. Identificando claramente en los márgenes de cada uno de los mandamientos, él invita al joven príncipe a seguirlos, a la manera de Josías” [Inst. IV, XX, 15] (Ídem). “En una palabra —concluye Dermange—, Calvino invitó al príncipe protestante a privilegiar la pureza de la piedad sobre la paz, para no defraudar a Dios de su derecho”. El príncipe se debía comprometer al haber cambiado las circunstancias religiosas y políticas en un Estado reformado. Asimismo, invita a hacer una especie de guerra santa contra la impiedad, por lo que no se descarta el uso del brazo secular de las instancias espirituales. Eso conduce al autor a uno de los capítulos más polémicos del libro, el debate sobre quién es el enemigo público, ¿el ateo o el hereje?, que es el tema con que cerrará el capítulo al ocuparse del muy controvertido caso de Miguel Servet.



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1 François Dermange, La ética de Calvino. Trad. de Luis Vázquez Buenfil. México, Comunión Mundial de Iglesias Reformadas-Comunión Mexicana de Iglesias Reformadas y Presbiterianas-Universidad de Ginebra-Labor et Fides-Casa Unida de Publicaciones, 2023, p. 10.



 

 


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