El mar de Galilea goza, incluso en el presente, de cierta fama por la diversidad de peces que posee, 24 especies distintas.
El Señor Jesús explicó a sus discípulos la siguiente parábola:
Asimismo el reino de los cielos es
semejante a una red, que echada en el
mar, recoge de toda clase de peces;
y una vez llena, la sacan a la orilla;
y sentados, recogen lo bueno en cestas,
y lo malo echan fuera.
Así será al final del siglo: saldrán
los ángeles, y apartarán a los malos
de entre los justos,
y los echarán en el horno de fuego;
allí será el lloro y el crujir de dientes (Mt. 13: 47-50).
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Mateo es el único evangelista que recoge esta parábola de Jesús y la sitúa en el mismo grupo que la del trigo y la cizaña. Ambas poseen un marcado acento escatológico ya que se refieren al juicio final. El “final del siglo” se señala como el tiempo en el que los peces buenos serán separados de todos aquellos que vivieron una vida de injusticia y maldad. La llegada del carpintero galileo inauguró la venida del reino de Dios a la tierra. Este acontecimiento supuso el inicio de un proceso mediante el cual los seres humanos iban a ser separados entre sí. El Maestro había dicho que sería causa de división ya que pondría “en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra” (Mt. 10:35). La actitud de cada persona frente al mensaje de Jesucristo serviría para distinguir a unos de otros. En un lugar el trigo, en otro la cizaña; a un lado los peces buenos, a otro los malos.
Los judíos no eran muy aficionados a la caza pero la pesca, sin embargo, era una actividad muy habitual y una manera honesta de ganarse la vida. Algunos de los pescados que se obtenían en el mar de Galilea eran famosos como el pez de San Pedro o peineta de Galilea (Tilapia galilaea) que se vendía por todo el país e incluso en el extranjero. Hoy es posible afirmar, sin miedo a equivocarse, que la pesca milagrosa mencionada en el Evangelio consistió precisamente en la extraordinaria y sobrenatural captura de numerosos peces pertenecientes a esta especie de tilapias. De manera que, dada tal abundancia de pesca, es comprensible que la ciudad de Tiberíades llegara a ser en los días de Jesús uno de los más importante centros pesqueros de Palestina.
El arte de pesca a que se refiere el texto de la parábola estaba constituido por una red de arrastre que se remolcaba entre dos barcas desde el mar hasta la orilla y una vez en la costa se tiraba de ella mediante largas cuerdas. Esta forma de pescar era habitual en el mar de Galilea -también llamado lago de Genesaret o de Tiberíades- aunque existían asimismo otros métodos que todavía se vienen practicando en la actualidad. Este sería el caso por ejemplo, del lanzamiento de la red a mano que realizaba un solo pescador metido en el agua hasta las rodillas. Cuando la red circular caía, sus bordes se hundían ya que llevaban pequeños lastres, atrapando así a los peces que se encontraban debajo.
El mar de Galilea goza, incluso en el presente, de cierta fama por la diversidad de peces que posee -24 especies distintas- en función de su tamaño, ya que se trata en realidad de un lago interior de agua dulce con unas dimensiones aproximadas de diez por veinte kilómetros. En el Antiguo Testamento existían reglamentaciones acerca de los peces comestibles y de los que se debían desechar. Aquellos que tenían escamas y aletas eran considerados limpios y, por tanto, se podían comer (Lv. 11:9-12; Dt. 14:9-10); sin embargo, los que carecían de tales estructuras como las anguilas eran “inmundos” y había que arrojarlos de nuevo al mar. En este último grupo entraban también otros animales acuáticos como los crustáceos. ¿A qué obedecían tales criterios selectivos?
Probablemente estas distinciones se debían a cuestiones de tipo cultual. Los animales que se rechazaban de la dieta alimenticia de los hebreos eran precisamente aquellos que los gentiles utilizaban en sus rituales paganos, en relación con la magia, los sacrificios o las prácticas supersticiosas. En el libro de Deuteronomio (4:18) se prohíbe expresamente la realización de imágenes de peces con el fin de rendirles culto. De manera que estos comportamientos alimentarios del pueblo de Israel constituían una señal de identidad religiosa frente a otras naciones vecinas idólatras como los nabateos, por ejemplo, que adoraban en Ascalón al ídolo Atargatis que era una diosa-pez o los egipcios que veneraban a otro famoso pez del Nilo, capaz de nadar hacia delante y hacia atrás con igual facilidad, el oxirrinco. También es posible que la legislación judía obedeciera además a simples razones sanitarias o de higiene.
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El Señor Jesús había comparado en otras ocasiones la pesca con la tarea que él y los apóstoles realizaban al predicar el Evangelio. Al decirle a sus discípulos: “Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres” (Mr. 1:17) estaba haciendo una metáfora de la evangelización que es precisamente la utilizada en esta breve parábola. De la misma forma en que las redes de arrastre iban por los fondos recogiendo indiscriminadamente todo tipo de peces y animales acuáticos sin poder detenerse a seleccionar, quienes quisieran ser pescadores de seres humanos debían también estar dispuestos a echar sus redes en todos los ambientes donde se encontraban las personas. No había que discriminar los fondos, ni los niveles o clases de la sociedad humana. Exactamente igual que en la parábola de la fiesta de bodas en la que se invitaba a todos aquellos que pasaban por los caminos y senderos, los discípulos de Cristo debían proclamar la Buena Nueva a toda criatura sin distinción de clase o condición.
No obstante, el reino de Dios no se compara con una red que va por el fondo del mar recogiendo todo tipo de peces sino con el proceso de selección de los mismos. La mayoría de las veces eran los propios individuos quienes se autoseleccionaban con su actitud. Unos se excluían de la red mientras que otros se comprometían con el mensaje de Jesús quedándose a sí en la cesta de los peces buenos. Cuando el joven rico se acerca a preguntar: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Mr. 10:17) y Jesús le recomienda que se olvide de sus riquezas y las abandone entre los necesitados, se estaba, en realidad, sometiendo a una prueba que evidentemente no superó. Lo mismo debió ocurrirle a aquel otro que después de manifestar su interés por el Evangelio acudió a Cristo con un “pero”: “déjame que primero vaya y entierre a mi padre”. Tampoco aprobó el examen porque los muertos son perfectamente capaces de enterrarse entre ellos. Lo que no saben hacer es anunciar el reino de Dios. Las despedidas a veces sirven también para seleccionar a los hombres ya que “ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lc. 9:62). Todo esto eran las pruebas de selectividad a que se refiere la parábola de la red. De la misma manera el llamamiento de Jesucristo va dirigido a todos los humanos sin distinción pero es selectivo y esta selección, que depende de la actitud de cada persona, es ya de hecho un juicio divino previo. El texto señala, no obstante, que esta labor de apartar “a los malos de entre los justos” la llevarán a cabo los ángeles al fin del siglo.
¡Qué difícil sería si nosotros hiciésemos tal clasificación! Seguramente veríamos escamas donde no las hay. Nos inventaríamos aletas y descamaríamos a muchos peces buenos. Por fortuna no es esa nuestra misión. Lo único que podemos hacer es luchar y esforzarnos en desarrollar aletas de fe y sólidas escamas de madurez espiritual que nos protejan del mal. Dejarse arrastrar por las corrientes como hacen las medusas venenosas es lo más fácil pero no lo más conveniente para quien desee figurar en la cesta de los peces buenos. Llegar hasta ese lugar significa nadar contra la corriente, contra las modas e ideologías perturbadoras que, en principio, pueden resultarnos fáciles pero que conducen invariablemente a la esclavitud espiritual y la dependencia moral. El buen pez es un ser libre que sabe utilizar bien sus órganos para dirigirse hacia donde puede encontrar el alimento vital de la Palabra.
No se nace pez bueno o malo como sugería y continúa sugiriendo el gnosticismo. Tal nomenclatura es una categoría que se adquiere a lo largo de toda la vida. No por acumulación de méritos propios. Tampoco por coleccionismo de buenas obras o notables acciones sino sólo a través de la madurez que implica el reconocimiento de las propias limitaciones; por la sabiduría que requiere acertar a arrodillarse ante el creador del universo y confesarle la solidaridad que se siente con Jesucristo su Hijo. En realidad los peces malos son aquellos a quienes el orgullo personal y quizás el amor propio mal entendido les impide tal acto de humildad. Hoy no gustan las clasificaciones maniqueas tales como la cesta de los buenos y la de los malos peces. Sin embargo, el Evangelio insiste en que cuando el reino de Dios llegue a su plenitud será fácil realizar este tipo de diagnosis con las personas. Cuando los mensajeros divinos realicen su selección final sobre la tranquila playa que bordea el mar de la eternidad les resultará simple distinguir a los justos porque resplandecerán como el sol de la mañana. Mientras tanto nuestra misión consiste en seguir echando las redes en todo tipo de aguas, limpias y cenagosas, puras o contaminadas. La Iglesia de Jesucristo tiene que continuar surcando los mares del mundo para colocar las artes del amor allí donde los hombres acepten entrar en ellas.
La parábola de la red presenta un marcado acento escatológico igual que la del trigo y la cizaña. Ambas se refieren al juicio final como el tiempo en el que los buenos serán separados de aquellos que vivieron injustamente. Los peces comestibles son imagen de los seguidores de Cristo que entendieron las condiciones del reino de los cielos y las aplicaron a su vida personal. La metáfora de la pesca fue empleada por Jesús para referirse a los discípulos que dejando sus antiguas profesiones pasarían a ser pescadores de hombres.
La aplicación para la actualidad es que los discípulos de Jesús deben seguir echando las redes del Evangelio en todas las aguas donde habita el ser humano. Da igual que éstas sean fáciles o complicadas, que estén repletas de tiburones o de dóciles delfines. Nuestra principal preocupación no debe ser el contenido de las redes ni el tamaño de los peces sino la responsabilidad de faenar constantemente. La selección final es algo que sólo le incumbe al Señor.
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