Cuando los cristianos eran encarcelados a causa de su fe, la apología era la defensa de su causa en el proceso judicial. A veces, esta defensa se convertía en una posibilidad para dar testimonio público de su fe.
Un fragmento de “100 preguntas sobre Dios: Manuel de apologética práctica para el siglo XXI”, de Antonio Cruz y Juan Valdés (Editorial Clie, 2023). Puede saber más sobre el libro aquí.
La palabra apologética, que procede del sustantivo griego apologia (defensa verbal) y del verbo apologeomai (defenderse), la utilizaban sobre todo los filósofos griegos de la antigüedad y los juristas para referirse a la defensa que ellos hacían de sus puntos de vista.
Cuando los cristianos eran encarcelados a causa de su fe, la apología era también la defensa de su causa en el proceso judicial. A veces, como se evidencia en los escritos del apóstol Pablo, esta defensa se convertía en una posibilidad para dar testimonio público de su fe y proclamar el evangelio de Jesucristo: Varones hermanos y padres, oíd ahora mi defensa ante vosotros (Hch 22:1). En el Nuevo Testamento, el concepto de “defensa” (apología) aparece en unas 18 ocasiones.
El apóstol Pedro se refiere a “presentar defensa con mansedumbre y reverencia” (1 P 3:15). Pablo habla de “derribar argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios” (2 Cor 10:5). Judas dice que debemos “contender ardientemente por la fe una vez dada a los santos” (Jd 3). En general, los cristianos primitivos defendían su mensaje frente a los ataques externos del paganismo o del ateísmo y también frente a los internos como las herejías y desviaciones de la doctrina bíblica que surgían en el seno de las iglesias.
En los siglos XVIII y XIX, dos teólogos alemanes, Jacob Planck (1794) y Friedrich Schleiermacher (1811) le dieron a la apologética el rango de ciencia teológica y posteriormente en España, la Real Academia de la Lengua Española la reconoció como tal. Actualmente la apologética se considera una ciencia que expone las pruebas y fundamentos de la verdad de la religión cristiana. Pero, desde luego, no se trata de una ciencia empírica o demostrable como la biología o la física, sino más bien de una disciplina relacionada con el misterio que rodea todo lo divino. La apologética es inseparable del mensaje cristiano. La Biblia dice que por causa de la Caída este mundo vino a ser parte del reino del maligno, por tanto, es lógico que en él, el mensaje divino tenga que mantenerse constantemente a la defensiva. La apologética aflora por toda la Escritura. El mensaje de los profetas tenía carácter apologético. Apologética hizo Juan el Bautista.
Apologéticos fueron los planteamientos de Jesús ante los escribas y fariseos. En fin, los escritos del N.T., tanto los Evangelios como las Epístolas, tienen un carácter netamente apologético. Sin embargo, el apologeta no debería olvidar que las palabras, las ideas y las explicaciones son pobres intentos de justificar algo que no tiene cabida en categorías racionales. La fe será siempre algo imprescindible para acercarse a Dios. A diferencia de lo que sucede con la doctrina, la apologética no es algo definitivo y permanente sino que evoluciona a lo largo del tiempo. Cambia según las épocas, puesto que los ataques a la fe presentan características distintas. Hoy, la apologética pretende responder a las objeciones intelectuales de carácter científico o filosófico que plantean aquellos que no son creyentes y que dudan o dificultan el desarrollo de la fe cristiana.
“Abuelo, ¿quién hizo a Dios?”, me preguntó de repente mi nieto Bruno de cinco años. Por supuesto, no era la primera vez que algún nieto me hacía esa misma pregunta. “Nadie”, le respondí. “¿Nadie?”, me replicó, a la vez que seguía inquiriéndome con la inocente mirada de sus grandes ojos. ¿Por qué será que, en ocasiones, las mejores cuestiones las suscitan los niños pequeños? “A Dios no le creó nadie porque siempre existió”, proseguí con mi respuesta. Aunque no estaba muy seguro que la mente de un niño de cinco años estuviera preparada para entender el concepto de la eternidad de Dios, no obstante, continué con mis reflexiones. “Mira, Bruno, todas las cosas que tienen un principio –como todos los seres de este mundo– necesitan algo o a alguien que las haya hecho o que sea la causa de ellas. Pero como Dios no tuvo ningún principio, no necesita ser creado. Por tanto, nadie creó a Dios”. “¡Ah, vale, ya lo entiendo!”, me dijo y se marchó corriendo para seguir jugando a la pelota con su hermana Zoe.
Si existe un Dios que no tiene principio –tal como dice la Biblia– es absurdo preguntarse por quién le creó. ¿Quién creó al no creado? Si hubiera sido creado ya no sería Dios. De manera que estamos aquí ante una confusión de categorías. Lo que resulta sorprendente es que tal pregunta se la sigan formulando todavía muchos adultos, incluso reconocidos científicos. Otra cuestión que suele salir con frecuencia de los labios infantiles es: ¿cómo pudo Dios crear el mundo a partir de la nada? Todos intuimos que de la nada, nada puede salir. Y, desde luego, la observación científica 18 100 preguntas sobre Dios confirma que la nada absoluta no puede crear nada, por mucho que algunos físicos y matemáticos se nieguen en reconocer tal evidencia fundamental. Sin embargo, no es irracional pensar que alguien, como el Dios bíblico, sea capaz de crear algo donde antes no había nada. La creación ex nihilo (de la nada, en latín) no significa que el Creador tomara un puñado de “nada” y a partir de ella elaborara el universo, tal como pensaba Platón. Dios no creó el cosmos a partir de algo que ya existía junto a él. Esto no sería creación ex nihilo sino creación ex materia, como defendía el dualismo platónico, que creía en la eternidad de Dios y también en la eternidad de la materia. De ahí que Tomás de Aquino en el siglo XIII dijera aquello de que, incluso aunque la materia fuera eterna –algo que él no creía– seguiría necesitando y dependiendo de Dios para su mera existencia, su transformación y la creación del mundo.
Pero tampoco Dios creó el mundo a partir de sí mismo o ex Deo, como aseguran ciertos panteísmos. El creador no pudo tomar una parte de sí mismo para crearnos porque, sencillamente, no tiene partes. Él es, por definición según la Escritura, lo absolutamente único. Un ser así infinito no se puede producir mediante la suma de partes finitas por muchas que se le quieran agregar. Siempre existiría la posibilidad de añadirle alguna parte más. De manera que aunque el cosmos fue creado por Dios, no es de su misma sustancia. En fin, si, como decimos, el mundo no fue hecho a partir de ninguna materia preexistente, ni de la propia esencia de Dios, entonces solo queda la alternativa de que fuera creado a partir de la nada.
El creador hizo algo que antes no existía en ningún tiempo ni en ningún espacio. Bueno, en realidad, todo existía en su mente diseñadora. Nosotros ya estábamos presentes en su idea creadora. Preexistíamos en la mente de Dios desde antes de la creación del tiempo, el espacio, la materia y la energía. Y, si esto fue así, entonces resultan legítimas las preguntas: ¿qué quiere Dios de mí?, ¿con qué finalidad me creó?, ¿qué sentido tiene mi vida para él? Cuestiones que cada cual deberá responder por sí mismo. Teología personal no tan infantil.
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