La comunicación entre los polluelos y su madre empieza incluso antes de que se produzca la eclosión y éstos salgan del huevo.
El instinto natural de las gallinas y de otras aves de corral es extender las alas sobre sus pollos para protegerlos del frío, el sol abrasador, la lluvia intensa o el peligro que suponen los depredadores. Esto era ya bien conocido por los hombres y mujeres de los tiempos bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, tal como se desprende de las palabras del salmista: Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas (Sal. 36:7) y del propio Jesucristo: ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! (Mt. 23:37).
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Hoy sabemos que la comunicación entre los polluelos y su madre empieza incluso antes de que se produzca la eclosión y éstos salgan del huevo. Parece que los embriones llaman repetidamente a la gallina y tales sonidos ayudan a sincronizar la salida del cascarón. Cuando ya han nacido, los pollitos pueden distinguir perfectamente las llamadas y el cacareo de su madre del de otras gallinas. No obstante, durante las tres primeras semanas de vida son incapaces de regular su temperatura corporal por lo que deben buscar el calor de la madre con cierta regularidad. Ésta se muestra siempre solícita a acogerlos con las alas abiertas para calentarlos. Se cree que la madre contribuye así decisivamente a regular los ritmos de actividad y descanso de sus polluelos.
Las gallinas se comunican por medio del cacareo y el lenguaje corporal. Los sonidos que emiten les sirven para expresar estados de ánimo, actitudes de dominancia o liderazgo, alarma o situaciones de peligro, cortejo, etc., mientras que el aspecto que adoptan en cada momento es más complicado de interpretar. Tienen un amplio repertorio de gestos y signos mediante los que transmiten sensaciones como euforia, dolor, enfermedad, miedo, tristeza, alegría o estado de alerta. Cuando detectan la presencia de alguna peligrosa ave rapaz que sobrevuela al grupo, las gallinas instintivamente abren las alas para cubrir a sus pollitos y se agazapan en el suelo con el fin de ocultarse y pasar desapercibidas. Pero, en otras ocasiones, también pueden actuar con mucha valentía para defender a su prole. A veces, se ha observado gallinas enfrentándose a animales mucho mayores que ellas, como ovejas o vacas, cuando éstos se aproximan demasiado a la parvada.
El lamento de Jesucristo sobre Jerusalén, en el que se menciona a la gallina (Mt. 23:37), constituye una despedida en toda regla de las gentes de la ciudad milenaria. El Maestro resume así el deseo divino de acoger a sus moradores bajo sus alas protectoras. Dios quiso siempre, como las aves que vuelan, amparar a Jerusalén, librando, preservando y salvando (Is. 31:5). Sin embargo, en general, los jerosolimitanos no quisieron nunca ser salvados.
En cuanto los pollitos oyen la llamada de alarma de su madre corren veloces a cobijarse bajo sus alas. El gavilán, el halcón o el zorro tendrían primero que matar a la gallina para lograr comerse a las crías. De la misma manera, el Señor Jesús procuró salvar a los judíos de la destrucción venidera. Pero éstos se negaron a creerle. De ahí que también el hijo del Altísimo, en su entrada triunfal, llorara sobre la ciudad y profetizara su pronta aniquilación (Lc. 19:41-44). Y, en efecto, ésta ocurrió en el año 70 de la era cristiana. Jerusalén fue sitiada por el romano Tito y su importante templo hebreo destruido. Todo finalizó en el año 73, con la caída de Masada por el ejército romano. ¿Qué habría pasado si Jerusalén hubiera creído a Jesucristo? ¿Habría esto alterado el curso de la historia?
Lo cierto es que la capital de Israel sacrificó siempre a los profetas de Dios y apedreó a sus enviados. Jerusalén se deleitó en asesinar profetas, como demuestran las numerosas tumbas de los alrededores de la “ciudad santa”. Jesús era consciente de que con él iban a hacer lo mismo. Y, a pesar de todo, adoptó el símil tierno y amoroso de la gallina que mediante un cacareo lastimero grita incansable contra el aguilucho amenazante. Él sabía bien que finalmente abandonaría aquel templo repleto de vendedores y cambistas. Ese templo ya no sería más el lugar de Dios sino el de la “abominación desoladora” (Mt. 24:15). La casa vacía y desierta porque el sustentador ya no moraba en ella. En vez de la “casa de Dios”, el templo se convertiría en simple “casa del hombre”.
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El capítulo 23 de Mateo termina con estas palabras: Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor (Mt. 23:39). El Maestro está profetizando aquí que Jerusalén no volverá a ver a Jesús hasta su parusía o advenimiento glorioso al final de los tiempos. El Israel que rechaza a Jesús le verá volver en el nombre del Señor pero ¿será entonces demasiado tarde?
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