La parábola de la oveja perdida ilustra bien el inmenso valor que tiene cada persona para el Creador y el eterno deseo divino de que todos lleguemos al conocimiento de la verdad.
La parábola de la oveja perdida es una de las más famosas que explicó el Señor Jesús. Tanto Mateo como Lucas se refieren a ella en sus respectivos evangelios.
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El primero la incluye entre las instrucciones dadas a los apóstoles sobre sus obligaciones como pastores de la Iglesia y subraya la necesidad de explorar el mundo en busca de ovejas descarriadas, mientras que el segundo la emplea para responder a la pregunta de por qué el Maestro recibía a los pecadores y se sentaba con ellos a la mesa.
Mateo pone en labios de Jesús estas palabras: “¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se había descarriado?
Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquella, que por las noventa y nueve que no se descarriaron. Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños” (Mt. 18:12-14).
En efecto, muchas personas vivían (y viven todavía hoy) como si fueran ovejas sin pastor. Es decir, completamente descarriadas. Sin saber cuál es el propósito de su existencia.
Una oveja sin pastor no sabe alimentarse bien y pronto se desorienta. Es incapaz de encontrar pastos frescos, jugosos y abundantes. No acierta a buscar hierba por sí misma sino que vaga sin rumbo fijo y, a la larga, es susceptible de padecer desnutrición, sobre todo en los terrenos áridos de Tierra Santa.
Su tendencia natural es caminar detrás de las demás ovejas del rebaño o del propio pastor, pero si está sola no sabe qué hacer. Tampoco puede protegerse de las enfermedades ni de los depredadores.
Los pastores suelen curarles con aceite las heridas que eventualmente les hacen los vegetales espinosos y también les limpian las hendiduras de la piel donde anidan los parásitos, pero sin esta ayuda humana pronto enferman.
Más peligrosos todavía resultaban los depredadores que abundaban en las regiones bíblicas. Hienas, lobos, leones, osos, buitres y un largo etcétera de animales silvestres que veían a las ovejas perdidas como presas sumamente fáciles.
No obstante, la sola presencia del pastor bastaba en muchos casos para ahuyentar a tales carnívoros. Sin embargo, ¿qué podía hacer una pobre oveja solitaria ante semejantes peligros?
La parábola de la oveja perdida ilustra bien el inmenso valor que tiene cada persona para el Creador y el eterno deseo divino de que todos lleguemos al conocimiento de la verdad.
Según la mentalidad de los oyentes de Jesús, las ovejas representaban, en primer lugar, a los miembros del pueblo de Dios. Es decir, a Israel. Mientras que los pastores eran sus dirigentes políticos y religiosos, o también Dios mismo como guía del pueblo (Ez. 34:1-16).
Sin embargo, el Señor Jesús se compara a sí mismo con un pastor singular que busca una oveja perdida en concreto. Una oveja que quizás para algunos pudiera parecer insignificante y despreciada por su torpeza, su pobreza, su cultura, su etnia, su manera de ser, etc., pero valiosísima para Dios.
De ahí que Jesús se confiese siempre cercano a los pequeños, los aislados, los de baja posición social, los débiles y los menospreciados por el resto de la sociedad.
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Por tanto, como el Padre no quiere que ninguno de esos “pequeños” se pierda, los cristianos somos llamados también al amor, el perdón, la solidaridad y la recuperación de tales perdidos.
Nadie puede estar seguro de no descarriarse en algún momento de la vida. De ahí, la necesidad de cariño y comprensión.
Tal como escribió Lutero: “La oveja perdida somos nosotros (…). La oveja no puede salvarse sola (…). La oveja no busca al dueño, sino que el dueño busca a la oveja (…). El cordero, Cristo, se carga la oveja en los hombros: así y no al revés. Él ha de cargar con la oveja, que lo tiene así todo resuelto: no camina sobre sus patas, sino con los pies del pastor”.1 De un Buen Pastor que fue capaz de dar su vida por las ovejas (Jn. 10:11).
1. Citado en Luz, U., 2003, El Evangelio según San Mateo (Vol. III), Sígueme, Salamanca, p. 59.
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