Ningún ser humano puede alcanzar la vida eterna por sus propios méritos.
Un dromedario macho adulto puede alcanzar los 700 kilos de peso y sobrepasar los tres metros de altura. Sin embargo, el ojo de una aguja de coser mide menos de un milímetro. Se trata del animal más grande y del orificio más pequeño que conocían los judíos. ¿Qué quiso decir el Señor Jesús por medio de esta exagerada imposibilidad?
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El Maestro supo aprovechar la ocasión que le brindaba aquel joven rico para dar una enseñanza a sus discípulos, sobre el peligro que entrañan las riquezas. El muchacho vino a Jesús con la intención de preguntarle qué méritos le faltaban para tener la vida eterna. Probablemente estaba convencido de que los tenía todos, pero deseaba que aquel singular rabino se lo confirmara. Al parecer había guardado todos los mandamientos de la Ley desde su juventud y deseaba la corroboración del Maestro de que ya era salvo por medio de sus propias obras. Algo así como un certificado de buena conducta que le abriera las puertas de la eternidad.
No obstante, Jesús le dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt. 19:21). Aquellas palabras fueron como un jarro de agua helada derramado sobre la cabeza del joven presuntuoso. Entristecieron su alma porque tenía muchas posesiones. O mejor dicho, las posesiones le tenían a él. Era esclavo de ellas.
En cuanto el muchacho se fue, el Señor se dirigió a sus discípulos con estas singulares palabras: “De cierto os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt. 19:24). Inmediatamente los oyentes comprendieron que aquello era imposible y que, si Jesús estaba en lo cierto, ningún rico podría salvarse jamás: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?” (Mt. 19:25). Y no sólo los ricos sino también todo el mundo que lo intentara por sus propios medios.
Finalmente, el Maestro les respondió: “Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible” (Mt. 19:26). Ningún ser humano puede alcanzar la vida eterna por sus propios méritos. Esto es algo imposible que únicamente puede ocurrir mediante la gracia salvadora de Dios, que se manifestó en Jesucristo. El Maestro no está diciendo aquí que Dios es capaz de hacer cosas imposibles, como pasar un camello por el ojo de una aguja. Lo que quiere decir es que nuestras buenas obras no pueden salvarnos. Esto solo puede hacerlo el sacrificio de Jesucristo en la cruz del Gólgota.
Durante la Edad Media, a partir de Tomás de Aquino, con la intención de suavizar la dureza de esta frase de Jesús, se empezó a decir que el “ojo de la aguja” era, en realidad, una puerta más pequeña que poseían los grandes portones de Jerusalén.[1] Y que, si a un dromedario se le doblaban bien las patas y se le quitaba la carga, podía entrar con dificultad en la ciudad. Esta explicación se hizo muy popular y ha llegado hasta nuestros días. Sin embargo, nunca existieron tales puertas en la ciudad de Jerusalén. Se trata, más bien, de un mito hecho para agrandar el ojo de la aguja, con el fin de que pudieran entrar todo tipo de ricos benefactores.
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El peligro de ser rico, desde la perspectiva de Jesús, es que la persona puede creerse autosuficiente y llegar a pensar que no necesita nada de nadie, ni siquiera de Dios; puede también entablar relaciones sociales y compromisos materiales con el mundo que le aparten de la fe cristiana; finalmente, tiene más posibilidades de volverse egoísta y egocéntrica. De ahí, que las muchas posesiones puedan llegar a ser un serio obstáculo para el creyente.
Notas
[1] Luz, U., 2003, El Evangelio según San Mateo (Vol. III), Sígueme, Salamanca, p. 175.
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