Jesús vino para emancipar al creyente de la soberanía del Estado. En esto la Iglesia era revolucionaria.
Religión y Estado han formado una unidad desde tiempos lejanos.
En los pueblos primitivos, con su multiplicidad de divinidades, el culto estaba considerado como uno más de los servicios públicos que el Estado ofrecía a sus ciudadanos.
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En el antiguo Israel, Religión y Estado eran interdependientes, con una fuerte influencia del poder espiritual sobre el poder político. La comunidad de culto que formaba el pueblo hebreo era considerada superior a la organización política de carácter estatal. Los libros históricos y los profetas del Antiguo Testamento dan testimonio de este horizonte.
Para los griegos, la Religión era un instrumento al servicio del Estado a fin de mantener el orden social. Platón, quien ha ejercido hasta el día de hoy una gran influencia sobre el pensamiento occidental, sostenía que los que no aceptaban la Religión del Estado eran impíos, y considerados peligrosos para la paz de la nación.
El concepto de separación Religión-Estado es fruto del cristianismo.
Poca razón llevan quienes sostienen que la Iglesia es una institución paulina. No. La Iglesia es institución cristiana.
En el por muchos conceptos famoso pasaje de Mateo 16:18, Cristo dice a Pedro que sobre la roca de su fe, de su reconocimiento, de su confesión, El fundaría “mi Iglesia”. La expresión se refiere a la Iglesia universal, a la suma de todos los creyentes. Aquí es donde no hay que tropezar.
La Iglesia fundada por Jesús en lugar del Israel anterior no es una secta dentro del judaísmo, como podía parecer en sus primeros tiempos a judíos y paganos. La Iglesia es, a pesar de su relación histórica con el Israel carnal, una comunidad religiosa totalmente nueva e independiente.
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La Iglesia no es de Pablo, ni de Apolos, ni de Cefas, la Iglesia es de Cristo. Y Cristo quiso, desde el principio, que su Iglesia se mantuviera totalmente separada del Estado.
Cuando los discípulos, imbuidos del espíritu intolerante del judaísmo quisieron que bajase fuego del cielo sobre una aldea de Samaria, Jesús les responde: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois” (Lucas 9:55). Jesucristo acababa de separar la nueva Iglesia del Estado y rechazaba la fuerza del foro de la conciencia.
Jesús vino para emancipar al creyente de la soberanía del Estado. En esto la Iglesia era revolucionaria: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29), era la máxima de los primeros discípulos.
La separación entre la Iglesia y el Estado es capital, porque entraña una cuestión de soberanía.
Tal es el sentido de las palabras de Cristo en el incidente de la moneda, tantas veces citado: “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Marcos 12:17). En el mundo romano, César era soberano de los creyentes lo mismo que del resto de los ciudadanos. Jesucristo arranca al creyente de la omnipotencia imperial e insiste en la separación de poderes. Esto equivalía a una revolución religiosa. Una vez emancipado el creyente del poder del Estado, la libertad de la Iglesia se desprende naturalmente como legítima consecuencia.
Siga el Estado su camino y siga el suyo la Iglesia. La Iglesia supo mantener estos principios en época de los emperadores romanos. La Historia se puede, pero no se debe falsificar. Al revés de lo que se ha insinuado, la Iglesia no hizo causa común con el Estado. Siempre proclamó su origen divino y su independencia del poder civil.
En las tinieblas de la Edad Media surgen importantes comunidades de cristianos que, invocando las enseñanzas del Nuevo Testamento, se oponen a la política de la Iglesia oficial, que aspiraba a la dominación del Estado, y reclaman la separación e independencia de ambos poderes, tal como lo quiso el fundador del cristianismo.
La Reforma religiosa del siglo XVI pone las cosas en su sitio y desempolva la doctrina de Cristo: la Iglesia es una asociación de fieles. Reconoce el papel del Estado en la sociedad civil, al mismo tiempo que proclama su independencia respecto al mismo. Así lo expuso Lutero: “Un Estado lo bastante poderoso para poner fin a toda la injusticia y a todo escándalo y una Iglesia viva trabajando con toda independencia para dar una inspiración religiosa y moral a la nación”.
Siguiendo el principio de individualidad que constituyó la esencia de la Reforma, los protestantes de todos los tiempos y hasta el día de hoy han defendido la absoluta separación, sin condiciones, entre la Iglesia y el Estado. Al César lo del César, el Estado; a Dios lo de Dios, la Iglesia.
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