La libertad del ser humano se apoya sobre una naturaleza cuya necesidad trasciende. No incide en el hombre desde fuera, no depende de las concesiones de la sociedad ni del poder.
Cuando Don Quijote se vio libre de los requiebros de Altisidora, respirando en la campaña rasa, entona un encendido canto a la libertad. Dirigiéndose a Sancho, le dice: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”.
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El tema de la libertad, relacionado con la dignidad humana, es frecuente en Cervantes. Don Quijote tiene la locura de la libertad. En el episodio de los galeotes, el héroe añade: “Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres”.
Proclama aquí Don Quijote que la libertad es un derecho natural del hombre, derecho y privilegio otorgados por Dios. La libertad de ser él mismo, inherente a la condición humana. Una libertad para la cual todas las demás libertades, políticas, económicas, sociales, religiosas, no son más que medios.
La libertad del ser humano se apoya sobre una naturaleza cuya necesidad trasciende. No incide en el hombre desde fuera, no depende de las concesiones de la sociedad ni del poder, es una fuerza que brota desde dentro.
¿Por qué los poderes públicos han ignorado desde antiguo este derecho natural de la persona a la libertad? ¿Por qué la libertad individual ha quedado reducida a la servidumbre de todos bajo la denominación de un partido o de un dictador? La libertad del hombre representa un papel en la vida de la humanidad; y si esa libertad toma una falsa senda hay que gritar con fuerza. El fin ideal de la libertad de la persona es el querido por Dios, y hacia él debemos aspirar. Si el Hijo nos ha hecho libres, no debemos permitir cadenas. Los valores humanos son superiores y están por encima de los poderes dominantes. En palabras del filósofo francés Marítain, la persona humana tiene sus derechos por la razón de que es una persona.
Entre estos derechos está el derecho a la libertad de conciencia, que no es exactamente lo mismo que libertad religiosa.
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La Declaración de Derechos del Hombre, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas que tuvo lugar en el Palacio de Chailot, en Paris, el 10 de diciembre de 1948, recogió –en el papel– estos derechos de la persona. En su artículo II establece: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción de raza, color, sexo, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
En el artículo XVIII añade la Declaración: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión, así como la libertad de manifestar su religión o creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
Si las naciones firmantes de esta Declaración cumplieran lo que en su día aprobaron en el papel, el mundo sería una balsa de aceite. ¿Cuántos países aplican esta legislación a sus ciudadanos? Estos derechos han sido batidos en brechas por todas partes por las mareas de poderes absolutistas y dictatoriales. Y por las mismas instituciones religiosas, de todos los signos, que deberían haber sido las primeras en reconocerlos y aplicarlos.
En los anaqueles de mi biblioteca, donde figuran los libros sobre libertad religiosa, puedo contar hasta veinte que acumulan argumentos para negar este derecho, que es natural y de origen divino. Otros discurren a su modo sobre los límites de la libertad religiosa. Se entretienen en averiguar si la llamada conciencia errada tiene derecho a que se le reconozca su libertad. Pero, ¿quién determina dónde está el error y dónde la verdad? Para una religión, todas las demás viven en el error. ¿Se debe aplicar este principio -errado en sí mismo- para determinar quién tiene y quién no tiene derecho a la libertad religiosa? “Es de derecho humano y de derecho natural que cada uno pueda adorar lo que quiera”, escribía Tertuliano dos siglos después de Cristo. Quince siglos más tarde, el filósofo inglés John Locke, en su “Carta sobre la tolerancia”, insistía en el alcance universal de la libertad religiosa. Dijo: “Ningún hombre está ligado de manera connatural a una iglesia o secta determinada, sino que cada uno se une voluntariamente al grupo en el que cree haber hallado la profesión de fe y los ritos verdaderamente gratos a Dios”.
Esta iniciativa individual de la persona debe ser reconocida y protegida por las leyes; también aceptada y respetada por la sociedad.
Esto es libertad religiosa.
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