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Andanzas y lecciones de Don Quijote (37): otros juicios de Sancho

El escudero y ahora gobernador se asemeja a Salomón, tercer rey de Israel, quien gobernaba a su pueblo y por extensión ejercía las funciones judiciales como Rey que juzgaba.

EL PUNTO EN LA PALABRA AUTOR 89/Juan_Antonio_Monroy 03 DE NOVIEMBRE DE 2022 08:00 h
Imagen de [link]Ewan Harvey[/link], Unsplash.

Como ya se ha dicho, el gobierno de Sancho en la ínsula Barataria forma parte de una chanza muy bien elaborada por los duques con la complicidad del mayordomo y sus criados para risa y chanza de sus cortesanos.



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No obstante, todos quedan sorprendidos ante la inteligencia que Sancho muestra en sus juicios. Además de su consabida sabiduría, el escudero y ahora gobernador se asemeja a Salomón, tercer rey de Israel, quien gobernaba a su pueblo y por extensión ejercía las funciones judiciales como Rey que juzgaba; como tal dictaba sentencias que se imponían sin contemplaciones.



Los cuatro juicios de Sancho tratados en el artículo anterior no fueron los únicos. Hubo otros que aquí relacionamos.



Quinto juicio: El labrador pedigüeño



Este juicio no parece escrito por Cervantes, sino por un autor de comedias de humor.



Estando sentado en la sala de juicios entra un labrador de muy buena presencia y pregunta:



—¿Quién es aquí el gobernador?



—¿Quién ha de ser, respondió el secretario, sino el que está sentado en su silla?



Poniéndose de rodillas le pidió la mano para besársela, a lo que se negó Sancho; mandó que se levantase y dijera lo que quería. El visitante empezó su largo discurso diciendo que era de Miguel Turra. Viudo, porque se murió su mujer o, por mejor decir la mató un mal médico que la purgó estando preñada.



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En este punto Sancho saca su vena humorística, más aguda y más frecuente que Don Quijote, y dice al inoportuno labrador: “De modo que si vuestra mujer no hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no fuéredes agora viudo”.



—No, señor; en ninguna manera, respondió el labrador.



Continúa Sancho: “¡Medrados estamos! Adelante, hermano, que es más hora de dormir que de negociar”.



Sigue contando el labrador que es de Miguel Turra. Allí vive una joven que la llaman Clara Perlerina, a la que quiere casar con uno de sus hijos. Tal como la describe, la muchacha distaba mucho de ser una belleza, ni siquiera una mujer atractiva. Tuerta de un ojo que se saltó por la viruela. En el rostro tenía muchos y grandes hoyos. La boca grande, donde le faltaban diez o doce muelas. Los labios tan ásperos como una madeja. “Está agobiada y encogida, y tiene las rodillas con la boca. Ya ella hubiera dado la mano de esposa a mí hijo, sino que no la puede extender, que está añudada”.



A Sancho Panza se le iba agotando la paciencia. Dice al labrador: “Está bien, y haced cuenta, hermano, que ya la habéis pintado de los pies a la cabeza. ¿Qué es lo que queréis ahora?”.



El labrador quería una carta de Sancho al padre de Clara Perlerina pidiéndole que consistiera en darla a su hijo en matrimonio. El tal hijo no era más agraciado que la joven. La pintura que el propio padre hace de él lo presenta como escandalosamente deforme. “Es endemoniado, y no hay día que tres o cuatro veces no le atormenten los malignos espíritus; y de haber caído una vez en el fuego, tiene el rostro arrugado como pergamino, y los ojos algo llorosos y manantiales, …se aporrea y se da de puñadas él mismo a si mismo”.



A todo eso, Sancho, a punto de estallar, pregunta al labrador si quería algo más. El hombre no se corta. Pide a Sancho 300 o 600 ducados para pagar los gastos de la supuesta boda.



Estalla Sancho colérico. Su respuesta al labrador tiene muchas palabras, pero las escribo aquí porque entiendo que vale la pena leerlas. En este largo párrafo hay furia y humor: Levantándose en pie Sancho, asió de la silla en que estaba sentado y dijo: 



—¡Voto a tal, don patán rústico y malmirado, que si no os apartáis y ascondéis luego de mi presencia, que con esta silla os rompa y abra la cabeza! Hideputa bellaco, pintor del mesmo demonio, ¿y a estas horas te vienes a pedirme seiscientos ducados? ¿Y dónde los tengo yo, hediondo? ¿Y por qué te los había de dar aunque los tuviera, socarrón y mentecato? ¿Y qué se me da a mí de Miguel Turra ni de todo el linaje de los Perlerines? ¡Va de mí, digo; si no, por vida del duque mi señor que haga lo que tengo dicho! Tú no debes de ser de Miguel Turra, sino algún socarrón que para tentarme te ha enviado aquí el infierno. Dime, desalmado, aún no ha día y medio que tengo el gobierno, ¿y ya quieres que tenga seiscientos ducados?



El maestresala hizo seña al labrador que saliese, lo cual lo hizo cabizbajo y al parecer temeroso, habiendo cumplido a la perfección la farsa que le encomendó el duque cien veces canalla.



Sexto juicio. Jugador de casino



Una noche salió Sancho a dar una vuelta por la ínsula. No iba sólo. Le acompañaba casi un escuadrón: El mayordomo, el secretario, el maestresala, el cronista, cuya misión era tomar nota de los hechos, alguaciles y escribanos. Sancho iba en medio, con su vara de gobernador. Vieron a dos hombres que reñían, los cuáles pararon al ver la justicia. Uno de los que peleaban se dirigió a Sancho quejándose de que en la ínsula hubiera ladrones. Sancho pidió calma y le contaron lo que había ocurrido. El otro hombre, contrario al primero, tomó la palabra y dijo que su contrincante en la pelea había ganado mucho dinero en el casino. El, que no tenía oficio ni beneficio, pidió que le diera ocho reales. El ganador respondió que sólo le daría cuatro.



El gobernador preguntó al ganador qué tenía que decir. Respondió que sí, que cuanto había dicho el otro era cierto. Pero que le ofreció sólo cuatro reales porque se los daba muchas veces y no sabía en qué los gastaba. Para mostrar sus buenas intenciones le había ofrecido cuatro, cuando pudo no haberle dado cantidad alguna.



El mayordomo le preguntó al gobernador qué se había de hacer de los dos hombres.



Sancho dictó sentencia: que el ganador diera al otro cien reales más treinta para los pobres de la cárcel, a los que siempre tenía en cuenta. Al otro, que se fuera con sus cien reales y quedara desterrado de la ínsula por un periodo de diez años, so pena de ser colgado de una picota.



El uno desembolsó los cien reales y se fue a su casa. El otro salió de la ínsula al día siguiente. Sancho reflexionó: “Yo podré poco, o quitaré estas casas de juego, que a mí se me traslucen que son muy perjudiciales”.



Séptimo juicio. La doncella y su hermano



Estando el gobernador en ronda nocturna le llevan una mujer vestida de hombre. Le iluminaron el cuerpo con linternas y descubrieron un rostro de mujer, al parecer de dieciséis o pocos más años. Mirándola de arriba abajo el maestresala llegó a la conclusión de que era “hermosa como mil perlas”. Por su parte, también Sancho “quedó pasmado de la hermosura de la moza” y preguntó quién era, adónde iba y por qué iba vestida con ropa de hombre. La joven comenzó a llorar; Sancho la consoló con las mejores razones que él supo, y le pidió que sin temor alguno le dijese lo que había sucedido. Conteniendo el llanto dijo que el padre la había tenido encerrada diez años: “En todo este tiempo –añadió– no he visto más que el sol del cielo durante el día, y la luna y las estrellas de noche, ni sé qué son calles, plazas, o templos, ni hombres, fuera de mi padre y de un hermano mío”.



Cuando en el pueblo había fiestas la joven preguntaba al hermano cómo eran, si acudían muchos jóvenes a divertirse. Por abreviar el cuento pidió a su hermano que la sacara una noche, vestida de hombre y le mostrara las calles y las plazas del lugar mientras el padre dormía. En ello estaban cuando apareció la ronda de seguridad de la ínsula. Corrió el hermano, corrió ella, pero tropezó, cayó al suelo, la levantó “el ministro de justicia” y la llevó ante Sancho el gobernador. En este punto estaban cuando los corchetes acudieron llevando preso al hermano huido, el cual dijo ser verdad todo lo que su hermana había contado.



Sancho, hambriento y cansado, reflexionando como juez, dijo a los presentes: “Por cierto, señores, que esta ha sido una chiquillada, y para contar esta necedad y atrevimiento no eran menester tantas largas ni tantas lágrimas y suspiros; que con decir: Somos fulano y fulana, que nos salimos a espaciar de casa de nuestros padres con esta invención, sólo por curiosidad, sin otro designio alguno, se acabara el cuento, y no gemidicos, y lloramicos, y darle”.



Después de estas reflexiones judiciales Sancho dictó una sentencia que reflejaba comprensión y humanidad: que llevaran a la pareja de hermanos a casa de sus padres. Con esto se acabó la ronda de aquella noche.


 

 


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