Andanzas y lecciones de Don Quijote (32): la derrota de Don Quijote

Desde que abrí por primera vez las páginas del Quijote, hace ya muchos años, los dos capítulos que más emoción me producen cuando los releo son el LXIV, que cuenta la derrota de Don Quijote, y el LXXIV que narra su muerte.

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Esta vez el engaño corre a cargo del bachiller Sansón Carrasco, uno de los personajes destacados en la vida de Don Quijote. Ausente en la primera parte del libro, en la segunda aparece tres veces. Relacionado con la sobrina de Don Quijote y amigo sincero y probado del Caballero, estaba empeñado en lograr que abandonara sus aventuras y regresara a la paz del hogar al menos durante un año. Para lograrlo se disfraza como Caballero de los Espejos, Caballero del Bosque y ahora como Caballero de la Blanca Luna.

Cuenta Cide Hamete Benengelí que un día, paseando Don Quijote por la playa, “vio venir hacia él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas voces se dirigió a Don Quijote”. (El Quijote, capítulo LXIV, segunda parte).

El misterioso personaje se identifica como el Caballero de la Blanca Luna. Se allegaba a Don Quijote para hacerle confesar que su dama era más hermosa que Dulcinea del Toboso. Propuso un duelo. De caer vencido Don Quijote habría de retirarse a su lugar en la Mancha y permanecer inactivo durante un año.

“Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de la Blanca Luna como de la causa por la que le desafiaba”.

A la playa acudió el virrey de Cataluña, quien ya estaba advertido del lance; también Antonio Moreno, acompañado “de otros muchos caballeros”. La expectación entre los presentes crecía por momentos. Siguiendo la farsa, el virrey trata de evitar el duelo, cosa que no consigue. Como otro Poncio Pilato, hace la pantomima de lavarse las manos y dice: “Señores, no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor Don Quijote está en sus trece, y vuesa merced, el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios y dense”.

¡Hipócrita! Como virrey que era, le sobraba autoridad para evitar el duelo. Pero se regodeaba en su interior con el espectáculo de la pelea.

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Lo que sigue lo transcribo literalmente del libro escrito por Cervantes. 

“Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote ,hizo lo mesmo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea –como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían– tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin  tocarle con la lanza –que la levantó, al parecer, de propósito–, que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:

—Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.

Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:

—Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del· mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra.

—Eso no haré yo; por cierto —dijo el de la Blanca Luna—: viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso; que sólo me contento con que el gran Don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que por mi le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla”.

Lo que escribe Unamuno en página 223 de su libro Vida de Don Quijote y Sancho es bellísimo y enternecedor: “Ved aquí, cómo cuando es vencido el invicto caballero de la Fe, es el amor lo que en él se vence. Esas sublimes palabras del vencimiento de Don Quijote son el grito sublime de la victoria del amor. El se había entregado a Dulcinea sin pretender que por eso se le entregase Dulcinea, y así su derrota en nada empañaba la hermosura de la Dama”.

En la lectura que hace de Don Quijote, Vladimir Nabokov, autor de la célebre novela Lolita, se lamenta de que el vencedor de Don Quijote fuera Sansón Carrasco. Este autor cree que habría tenido más emoción un enfrentamiento con Avellaneda. Un duelo entre los dos Quijotes, dice el autor norteamericano de origen ruso, habría sido el cierre genial y perfecto de la novela. Habría sido el combate más glorioso de la literatura.

Vencido el caballero, el mundo de Don Quijote se derrumba; analizando el desenlace del duelo cabe preguntarse: ¿Fue Don Quijote el vencido o lo fue Rocinante? De haber aguantado el caballo, ¿se habría mantenido el caballero? ¿Habría ganado el de la Blanca Luna? Ya todo daba igual. En aquella playa barcelonesa fue derrotado el que a muchos derrotó. Quiso Cervantes elegir Barcelona para que la ciudad a la que tanto elogió fuera testigo de las tristes, las dolientes, las desmayadas palabras del vencido caballero. Aquí puso Cervantes lo mejor de su corazón, dice Navarro y Ledesma. Aquí sacó el don de lágrimas que poseía como pocos escritores.

Astrana Marín, otro de los mejores comentaristas del Quijote pregunta qué lector, al leer las palabras de Don Quijote a su vencedor “quítame la vida, pues me has quitado la honra”, no siente que se le ablanda el corazón y sus ojos vierten lágrimas.

Parecidas palabras pone Cervantes en boca de otro protagonista en su novela Pérsiles y Segismunda, su última obra, que empezó probablemente junto a la segunda parte del Quijote y acabada antes de morir, “con el pie en el estribo”, como dice en la dedicatoria al Conde de Lemos. La novela fue publicada por su viuda un año después de la muerte del esposo. Ese mismo año, al mismo tiempo que en Madrid, el Pérsiles fue publicado en Barcelona, Pamplona, Valencia y Bruselas. Para Savj-Lopez esta última obra de Cervantes “no es una novela, es un mundo”. El francés Renato, al ser vencido en un duelo, exclama:

“Aprieta, ¡oh más venturoso que valiente vencedor mío!, esta punta de espada, y sácame el alma, pues tan mal ha sabido defender su cuerpo; no esperes a que me rinda, que no ha de confesar mi lengua culpa que no tengo; y así, mas quiero morir con honra que vivir deshonrado”.

A su honra alude también Don Quijote ante el caballero de la Blanca Luna, que un demonio se lo lleve a lugares calientes.

En las derrotas que sufren Don Quijote y el francés Renato la honra es infinitamente más preciosa que la vida, al punto de que prefieren perder la vida a manos de sus vencedores antes que vivir sin honra. Nunca se rinde quien lleva la honra sostenida por el amor, ya se llame ese amor Dulcinea o Segismunda. Toda persona de honor prefiere perder la vida a perder la honra.

Según la Biblia, el hombre sin honra es semejante a las bestias (Salmo 49:20). Honra es pasar por alto la ofensa (Proverbios 19:11). El apóstol Pablo dice a los miembros de la Iglesia en Corinto que siempre había andado en el poder y en la verdad de Dios “por honra o por deshonra, por mala fama y por buena fama” (2ª Corintios 6:7-8). A su discípulo Timoteo le escribe en una segunda carta que si las personas se limpian de sus pecados serán instrumentos para honra (2ª Timoteo 2:21). El apóstol Juan ve en la visión del Apocalipsis al Cordero de Dios, Jesucristo, sentado en el trono celestial, y seres angelicales cantando que a Él pertenecen “la alabanza y la honra” (Apocalipsis 5:13).

Volviendo a la primera parte de la Biblia, la Ley dictada por Jehová a Moisés dispone: “Honra a tu padre y a tu madre para que sean prolongados tus días” (Deuteronomio 5:16). No solamente a los padres se manda honrar, también a los ancianos, “porque la hermosura de los ancianos es su vejez” (Proverbios 20:29).

Tratando de la relación entre el pueblo judío y Él, Dios se queja por medio del profeta Isaías: “Este pueblo con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Isaías 29:13). El apóstol Mateo recrimina a los fariseos de su época, seiscientos años después de Isaías y les recuerda las palabras del profeta: “Este pueblo de labios me honra; más su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8).

¿Podría decirse que la relación del pueblo cristiano con Dios casi treinta siglos después de Isaías, unos veinte siglos después de Mateo, continúa siendo la misma o peor?