Es evidente que hay cambio y adaptación en la naturaleza, pero el puro azar es incapaz de crear tanta información sofisticada.
Los tricópteros o frigáneas constituyen un orden de pequeños insectos voladores, llamados así por tener diminutos pelos en las alas (trichos significa “pelo” en griego y pteron es “ala”).
Sin embargo, lo más característico de estos artrópodos es su fase larvaria o estadio juvenil. En esta etapa de la vida son acuáticos y se dedican a recubrir su delicado cuerpo mediante pequeñas piedras y otros objetos menudos que encuentran en el lecho fluvial, con el fin de protegerse de los depredadores.
Mediante una glándula especial que poseen junto a la boca, segregan una seda con la que construyen meticulosamente un estuche en forma de tubo, que sirve para distinguir a las diferentes especies.
Una de las famosas guías de campo de insectos, de la editorial Omega, se refiere a esta tarea de los tricópteros como: “la maravillosa manera que tienen de cementar entre sí los granos de arena y los demás fragmentos para formar un mosaico.
A medida que la larva crece, añade más material a la extremidad anterior de su estuche y a menudo quita trozos del extremo posterior”. [1]
Estos estuches están abiertos por los dos lados para permitir la circulación de agua y el aporte de oxígeno, que la larva extraerá por medio de sus plumosas branquias.
[photo_footer] Dibujo del estuche protector, formado por pequeñas piedras adheridas, y de la larva acuática de un tricóptero que se introduce en su interior. / cienciaybiologia.com.[/photo_footer]
La larva va aumentando poco a poco de tamaño y esto requiere agrandar el tubo protector. Pero existe otra razón que no había sido descubierta hasta ahora.
Estas minúsculas construcciones deben reposar horizontalmente sobre el fondo de arroyos y ríos de montaña para garantizar la supervivencia de la larva.
Si las piedras no estuvieran convenientemente colocadas y un extremo pesara más que el otro, el tubo no reposaría horizontalmente sino inclinado o vertical. Esto pondría en peligro la vida de la larva ya que el nivel de los arroyos y torrentes oscila sin cesar.
Si el tubo sobresaliera del agua, por pesar más en un extremo que en el otro, ésta no podría respirar y moriría.
De ahí la importancia de equilibrar adecuadamente el peso de ambos extremos ya que en ello les va la vida. [2]
Esto ha sorprendido a los zoólogos que lo han estudiado -todos de la Universidad de Granada (España)- por sus evidentes implicaciones.
¿Cómo puede una pequeña larva de insecto, de poco más de un centímetro de longitud, reequilibrar constantemente el peso exacto de las dos mitades de su tubo protector?
¿Quién la ha convertido en una experta arquitecta capaz de construir canutillos matemáticamente perfectos?
¿Cómo calcula el peso adecuado de cada piedrecita sin tener a mano ninguna balanza de precisión? ¿Por qué acierta al elegir el tamaño y la forma correcta para que encajen entre sí las distintas piezas del mosaico?
Los autores de este minucioso trabajo confiesan que “no dejan de sorprenderse de la maestría de la Naturaleza” y finalmente concluyen que “la evolución ha seleccionado a los que construyeron de forma adecuada” ya que “en ello les va la supervivencia de la especie”.
No obstante, en mi opinión, este mecanismo biológico requiere de una inteligencia previa que lo haya diseñado así.
Hablar aquí vagamente de la “sabiduría de la Naturaleza” o de la selección natural sin propósito que eliminó a las especies que suspendían en matemáticas, no me parece una respuesta adecuada ni satisfactoria.
Más bien intuyo que un Creador inteligente lo planificó todo con sabiduría y amor infinito.
Es evidente que hay cambio y adaptación en la naturaleza -no niego ciertos procesos restringidos de evolución- pero el puro azar es incapaz de crear tanta información sofisticada.
1. Chinery, M. 1977, Guía de Campo de los Insectos de España y de Europa, Omega, Barcelona, p. 222.
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