Sus mentiras a Don Quijote no eran tales, sino la verdad enmascarada. Con ellas no pretendía beneficio alguno, ni dañaban el cuerpo del hidalgo.
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Las mentiras de Sancho Panza en el Quijote son tan proverbiales como sus refranes. A su favor hemos de decir que sus mentiras eran verdades disfrazadas que procuraban halagar o hacer reír a su amo y señor, el inmortal Don Quijote de la Mancha.
Las mentiras de Sancho se disparan en los capítulos IX y X, segunda parte de la novela. Caballero y escudero están en el Toboso. Discuten entre ellos. Don Quijote quiere ver a Dulcinea a toda costa. Sancho le dice que la “casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida”. Don Quijote lo fulmina con palabras inflamadas: “¡Maldito seas de Dios, mentecato! ¿Adonde has tu hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en callejuelas sin salidas?”.
El amor empuja. En un pasaje de gran importancia para los lectores de la novela, Don Quijote dice a Sancho que en todos los días de su vida no había visto a Dulcinea, que estaba enamorado “de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta”. (Don Quijote, segunda parte, capítulo IX).
Tampoco yo la he visto, razona Sancho.
Aquí cae el inocente Sancho en una de sus mentiras. “Eso no puede ser –replicó Don Quijote–; que por lo menos, ya me has dicho tú que la viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta de la carta que le envié contigo”.
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Sancho escapa de la trampa como puede: “No se atenga a eso, señor”.
A todo esto ven llegar a un labrador con dos mulas. Entonaba una estrofa de el Cantar de Roldán:
Mala la hubistes, franceses,
En esa de Roncesvalles.
Don Quijote se allega a él y le pregunta si sabe dónde están por allí los palacios “de la sin par princesa doña Dulcinea del Toboso”. Responde el labrador que él es extranjero. Que pregunte al cura y al sacristán, que ocupan una casa cercana. “Cualquier dellos sabrá dar a vuestra merced razón desa señora princesa, porque tienen la lista de todos los vecinos del Toboso; aunque para mí tengo que entodo él no vive princesa alguna”.
Quedó Don Quijote emboscado en un lugar junto al gran Toboso y mandó a Sancho que volviese a la ciudad en busca de Dulcinea. “Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba, y de traer la tan buena respuesta como le trujo la vez primera”.
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Monta Sancho en su jumento. Camino de la ciudad se enfrasca en este soliloquio: “Sepamos agrora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Qué va a buscar? Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa y en ella al sol de la hermosura y a todo el cielo junto. ¡El diablo, el diablo me ha metido a mi en esto!”.
A la entrada del Toboso Sancho ve que hacia donde él estaba se acercaban tres labradoras aldeanas montadas en borricas. Vio el cielo abierto. Corrió en busca de Don Quijote y le dijo: “Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada; en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella. Todas son ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado demás de diez altos, los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver”. (Don Quijote, segunda parte, capítulo X).
El labrador Sancho se expresa aquí como lo haría el más refinado poeta.
Era la segunda vez que Sancho Panza engañaba a Don Quijote, diciéndole una sarta de mentiras en relación con Dulcinea. La primera fue cuando amoldó la mentira a una posible Aldonza Lorenzo.
“En esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas”.
Don Quijote tendió los ojos por todo el camino del Toboso y como no vio sino a las tres labradoras, se turbó y preguntó a Sancho si había dejado a Dulcinea y a sus doncellas fuera de la ciudad. Siguen Sancho y sus mentiras. Dice al confundido Don Quijote: Cómo fuera de la ciudad, ¿no ve que las tiene delante? Y diciendo esto se apeó del jumento, tiró de las riendas de la borrica de una de ellas e hincando rodillas en el suelo, dijo: “Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recibir en su gracia y buen talante al cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de verse ante vuestra magnífica presencia. El es el asenderado caballero Don Quijote de la Mancha, llamado por otro sobrenombre el caballero de la triste figura”.
Las otras dos aldeanas escuchaban atónitas lo que aquél hombre decía a su compañera. Utilizando el hablar rústico de su aldea, una de las dos dijo: “¡Mirad con qué se vienen las señoritas ahora a hacer burlas de las aldeanas, como si aquí no supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenos hacer el nueso, y serles a sano”.
Idas las aldeanas al tratar de sus barricas, el bueno de Don Quijote no cayó en las mentiras de Sancho. Atribuyó el incidente a los encantadores que le perseguían constantemente. Así lo dice a Sancho: “Sancho, ¿Qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se extiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mi me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos que me encalabrinó y atosigó el alma”.
¡Malditos encantadores!
“Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado”.
¡Pobre Don Quijote! ¡Bueno Don Quijote! ¡Inocente Don Quijote! Su sinceridad, buena fe, candor e ingenuidad no le permitían percibir las mentiras del escudero.
La Biblia prohíbe reiteradamente la mentira. El Apocalipsis dice que no entrará al cielo ninguna persona que dice mentira, de lo que se deduce que si el fin del mundo fuera pasado mañana, los siete mil quinientos millones de personas que hoy vivimos en él irían al infierno, porque “habla mentira cada uno con su prójimo”, y tanto hombres y mujeres “se descarrían hablando mentira desde que nacieron”. (Salmos 12:2 y 58:3). El Antiguo Testamento presenta varios casos de mentira: Caín dice a Dios que ignoraba el paradero de Abel justo cuando acababa de matarlo.
Abraham e Isaac presentan a sus esposas como hermanas. Jacob miente y engaña a Isaac. Los hermanos de José dicen al padre que su hijo había muerto devorado por las fieras. El Nuevo Testamento presenta varios casos de mentiras. Herodes dice a los magos que quería ir a adorar al niño recién nacido, cuando lo que quería era matarlo. El apóstol Pedro miente diciendo a la mujer que lo identificó que no conocía a Jesús. Los que guardaban el sepulcro de Jesús dicen a sus superiores que los discípulos robaron el cuerpo. La mentira más conocida del Nuevo Testamento es la que salió de los labios de Ananías y Safira.
Vendieron una propiedad que era de ellos y dijeron al apóstol Pedro que la habían vendido por menos dinero. Una mentira menor, sin embargo, Dios quitó de inmediato la vida a los dos. Si Dios tuviera que matar hoy a los que mienten, las ciudades quedarían vacías de habitantes.
Para Sancho Panza, sus mentiras a Don Quijote no eran tales, sino la verdad enmascarada. Con ellas no pretendía beneficio alguno, ni dañaban el cuerpo de Don Quijote. Creía Sancho que sus mentiras no eran tales, sino parte de la verdad en el asunto de Dulcinea.
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