El ricino solo se menciona en el libro de Jonás como una planta que crece milagrosamente, sin que nadie la haya plantado, capaz de dar sombra en ambientes secos y cálidos.
Entonces, el Señor Dios hizo crecer un ricino por encima de Jonás
para dar sombra a su cabeza y librarlo de su enojo.
Una gran alegría invadió a Jonás a causa del ricino. (Jon. 4:6)
La palabra hebrea qiqayon, קִקָיוֹן, que fue traducida al griego de la versión Septuaginta por kolokynthe, κολοκύντη y al latín de la Vulgata por hedera, se tradujo al castellano por “calabacera” o “tierna planta de calabaza”.
Sin embargo, las calabazas tienen origen americano y no existían en la antigüedad en el Creciente Fértil. De ahí que el Talmud y los escribas judíos interpreten este término hebreo como una especie de ricino (Ricinus communis), llamado vulgarmente con diferentes nombres tales como “palma de Cristo”, “higuera del diablo” o “higuera infernal” entre otros muchos.
Únicamente es mencionado en el libro de Jonás (4:6-10), donde aparece como una planta que crece milagrosamente, sin que nadie la haya plantado, capaz de dar sombra en ambientes secos y cálidos.
Estas características parecen coincidir bien con el Ricinus communis, arbusto de la familia Euphorbiaceae, muy abundante en Israel, que puede crecer hasta varios metros de altura en lugares cálidos.
Posee hojas verdes muy grandes y esparcidas por toda la planta, con nervadura palmeada que recuerdan los dedos de las manos. De ahí derivó el nombre de “palma-Christi” con el que se le conoce vulgarmente en algunos lugares.
A menudo, las venas de las hojas, los rabillos foliares y hasta los tallos adquieren un color purpúreo que, unido a la toxicidad de sus semillas, ha venido fomentado entre el vulgo ciertas connotaciones infernales.
Las flores masculinas y femeninas están dispuestas en ramilletes o inflorescencias y pueden florecer durante todo el año. Los frutos son globulosos, formados por tres lóbulos y cubiertos por numerosas púas.
Cada uno de tales lóbulos produce una semilla grande, manchada de morado, con la superficie lisa y que contiene una toxina llamada ricina. Cuando estas semillas se secan, la cubierta espinosa que las recubre se tensa hasta estallar, proyectándolas a una distancia de hasta diez metros.
Tal es el mecanismo de propagación de esta planta. Se cree que es originaria del cuerno de África (Abisinia) pero se ha extendido por casi todas la regiones cálidas del mundo.
[photo_footer]Plantas de ricino que crecen espontáneamente próximas a las ruinas de la antigua Betsaida (Israel), en la costa norte del mar de Galilea. En esta ciudad, hoy en ruinas, Jesús curó a un ciego (Mc. 8:22-26) y algunos arqueólogos creen que era también la patria de los apóstoles Pedro, Andrés y Felipe./ Antonio Cruz. [/photo_footer]
La ricina de las semillas es muy venenosa, produciendo gastroenteritis, daños en los riñones e hígado y finalmente la muerte.
No obstante, el aceite de ricino que se obtiene, prensando dichas semillas y calentándolas suficientemente para destruir la ricina, es uno de los purgantes más eficaces que existen.
Actualmente se usa también para fabricar pinturas, lubricantes y líquidos para frenos.
El teólogo del siglo XVI, Leonard Wright, comentando las palabras del salmista: Los dichos de su boca son más blandos que mantequilla, pero guerra hay en su corazón; suaviza sus palabras más que el aceite, mas ellas son espadas desnudas (Sal. 55:21), escribió la siguiente reflexión:
“Un amigo falso y fingido a lo que más se parece es al cocodrilo, que cuando abre su boca para sonreír envenena y cuando llora, devora; a la hiena, que tiene voz humana pero comportamiento de lobo, habla como un amigo y devora como un demonio; a la flauta o reclamo del cazador, que con sus notas suaves presagian el infortunio y la muerte del pájaro desventurado; a la abeja, que lleva la miel en la boca y el aguijón en la cola; o al ricino, de hoja siempre verde pero de semillas altamente venenosas. Su apariencia es amistosa y sus palabras agradables, pero sus intenciones son peligrosas y sus obras contaminantes.”[1]
[1] Spurgeon, C. H. 2015, El Tesoro de David, CLIE, Viladecavalls, Barcelona, p. 1251.
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