No deis lo santo a los perros,

ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos,

no sea que las pisoteen,

y se vuelvan y os despedacen. (Mt. 7:6)

La palabra hebrea usada para “perro” es kéleb, כֶּלֶב, y significa literalmente “aullar”. Se tradujo al griego por kýon, κύων, cuyo diminutivo kynarion, κυνάριον es “perrillo” o “cachorro” (Mt. 15:26-27; Mc. 7:27-28) y al latín canis.

En Oriente, los perros nunca disfrutaron de la simpatía y cordialidad con la que se les suele tratar habitualmente en Occidente. Se les utilizó, eso sí, para cuidar los rebaños y proteger los campos de la acción de los animales salvajes (Job 30:1).

Pero no eran bien vistos en los hogares hebreos, debido sobre todo al hecho de ser considerados por la Ley como animales impuros y a sus hábitos poco higiénicos ya que vagaban por las calles alimentándose, como los carroñeros, en lugares contaminados (Ex. 22:31).

Lamían la sangre del suelo (1 R. 22:38; Sal. 68:23) y competían con otras fieras por devorar los cadáveres (1 R. 14:11; 16:4; 2 R. 9:35, 36; Jer. 15:3).  Era frecuente la formación de jaurías de perros semisalvajes que deambulaban fuera de las ciudades constituyendo un peligro para los humanos (Sal. 59:6, 14).

El perro es citado en la Biblia casi una cuarentena de veces, sin embargo, siempre se hace como ejemplo de actitudes negativas: voracidad, fiereza, repugnancia, lujuria o inmundicia. Tanto los judíos de la antigüedad, como los mahometanos posteriormente, llamaban despectivamente “perros” a quienes no profesaban su religión.

Es decir, a los gentiles, en el primer caso, y los cristianos, en el segundo (1 Sam. 17:43; 2 R. 8:13). También las personas de conducta despreciable, como quienes practicaban la prostitución sagrada eran llamados despectivamente “perros”.

Así en Deuteronomio 23:18 se dice: No traerás la paga de una ramera ni el precio de un perro a la casa de Jehová tu Dios por ningún voto; porque abominación es a Jehová tu Dios tanto lo uno como lo otro. El “precio de un perro” es una alusión a la prostitución masculina que se practicaba en el mundo pagano, sobre todo en Grecia.

También resulta significativo que la reina Jezabel muriera y fuera devorada por perros (1 R. 21:23; 2 R. 9:10, 36) y que éstos también lamieran la sangre de Acab junto al estanque de Samaria, precisamente donde se lavaban las prostitutas (1 R. 22:38).

Sin embargo, en el Nuevo Testamento parece que la relación entre humanos y canes empieza a mejorar.

El propio Jesús se refiere a ellos mediante el diminutivo cariñoso de “perrillos”: No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos (Mt. 15:26; Mc. 7:27). Lo que indica ya cierta familiaridad con los perros pequeños así como la presencia de éstos dentro de las casas, pues se comían las migajas de pan que caían de la mesa (Mc. 7:28).

De la misma manera, el Maestro, al observar que los perros lamían las llagas del hombre pobre echado a la puerta del rico (Lc. 16:21), resalta la misericordia de tales animales despreciados ante la indiferencia y crueldad de aquellos ricos que se consideraban justos.

Existen muchas hipótesis sobre el origen del perro doméstico. Una de las más recientes afirma que estos animales pudieron haber surgido en Europa a partir de lobos domesticados por los humanos, durante la época en que éstos eran cazadores y recolectores.

Este estudio se basó en el análisis genético comparado de perros y lobos actuales presentes en todos los continentes.[1] Según este estudio, el perro doméstico (Canis lupus familiaris) sería un mamífero carnívoro de la familia de los cánidos que constituiría una subespecie del lobo europeo (Canis lupus).

A principios del siglo XXI, se calculaba que en ese momento debía haber unos 400 millones de perros en el mundo. Los primeros restos fósiles de perros fueron hallados en Israel junto a esqueletos humanos que databan de hace unos 12.000 años.[2]

Desde aquel tiempo, hombres y perros han convivido en todos los continentes compartiendo el mismo entorno, las costumbres, los alimentos e incluso ciertas enfermedades como el Alzheimer, determinados trastornos neurológicos, cánceres, anomalías del sistema inmunitario o afecciones cardiovasculares.

El hombre ha empleado al perro desde el Neolítico no sólo como animal de compañía sino también como guardián, obrero para determinados trabajos, cazador, corredor, guía de invidentes, pastor, etc.

Habitualmente suele decirse que existen más de 400 razas de perros, sin embargo, conviene matizar qué es lo que se entiende por “raza”. Por ejemplo, actualmente la ciencia considera que todas las etnias humanas vivas pertenecen a la misma raza (la especie Homo sapiens sapiens).

Pues bien, algo parecido ocurre con los perros. Todas las razas de cánidos pertenecerían a la misma raza o subespecie, Canis lupus familiaris, ya que comparten determinados caracteres genéticos.

Por lo tanto, lo que vulgarmente se denominan “razas de perros” correspondería, desde el punto de vista científico, a diversas “variedades” pertenecientes todas a la misma subespecie o raza.

De manera que en vez de hablar de “razas” se debería decir “variedades” del perro y así el Bulldog, el Doberman, el Chihuahua o el San Bernardo serían, en realidad, variedades de la misma raza canina.

Es interesante señalar que estas aproximadamente 400 variedades de perros han sido creadas por el hombre, mediante selección artificial, en menos de doscientos años. A partir del siglo XIX, se cruzaron perros con el fin de crear ejemplares que cumplieran con ciertos propósitos estéticos o de conducta.

Y, aunque esto se ha logrado, demostrando así la rica diversidad genética existentes en estos animales, también se han generado ciertos problemas de salud, malformaciones y enfermedades genéticas que les provocan sufrimiento crónico o disminución de su esperanza de vida.

La manía de cortarles la cola a algunas variedades para volverlos más “estéticos” les genera el síndrome del miembro fantasma o la imposibilidad de comunicarse bien con sus congéneres o con sus propios dueños.

Esta selección artificial ha logrado aspectos tan diferentes como los del galgo irlandés, capaz de alcanzar una altura de 90 cm, o la del pequeño chihuahua de tan sólo 15 cm. Esto hace que sea difícil calcular el tamaño medio del perro.

No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen (Mt. 7:6). ¿Qué quiso decir el Señor Jesús con estas palabras?

El seguidor de Cristo debe ser lo suficientemente suspicaz como para darse cuenta de la situación emocional y espiritual en que se encuentra cada persona a la que se le desea compartir el mensaje cristiano.

“Lo santo” y “las perlas” son las valiosas verdades espirituales, mientras que “perros” y “cerdos” eran los animales más despreciables para los judíos. Eran impuros y se regodeaban en la inmundicia. Los hebreos denominaban así a los gentiles.

No obstante, Jesús tenía probablemente en mente la idea de que todo incrédulo que no quiere apreciar los valores superiores del evangelio, que no acierta a ver la belleza de las perlas o la santidad de la Buena Nueva, enfureciéndose, rebelándose contra ella o ridiculizándola, es parecido a uno de estos animales impuros cuando, al descubrir que las perlas no se pueden comer, se enfada y arremete contra quien se las ofrece.

El creyente debe usar su sentido común o su buen discernimiento a la hora de presentar a otros el mensaje del Maestro. A veces, es más adecuado guardar silencio, como hizo Jesús (Mt. 26:63), que poner en ridículo al evangelio o a la causa de Cristo.

Notas

[1] Thalmann, O. et al., 2013, “Complete Mitochondrial Genomes of Ancient Canids Suggest a European Origin of Domestic Dogs”, Science, 15 Nov 2013, Vol. 342, Issue 6160, pp. 871-874,

[2] Axelsson, E. et al., 2013, “The genomic signature of dog do