Plácidas tardes

Cuando el sol del atardecer perdía su fuerza, la abnegada mujer de aquella casa regaba todo el patio de tierra, para que las plantas recobrasen vida con el agua refrescante.

Después colocaba unas sillas en el lugar más aireado del jardín. Sillas que a continuación ocuparían vecinas o familiares.

A todo ello le seguiría el departir amable de unas mujeres bien agasajadas.

Como broche final, la dueña de la casa iba a buscar las tijeras con las que cortaba las flores más bellas, rosas, lirios, etc., y las ofrecía a las invitadas al marchar.

Todo parecía idílico si no fuera porque durante las noches se armaba un revuelo entre las plantas del jardín.

― ¡Acaban de guillotinar a mi compañera! ―decía alarmada una rosa―. He visto con mis propios ojos cómo la mujer cortaba su tallo, y quizá mañana o pasado mañana me tocará a mí.

La rosa, los lirios, la hortensia, todos se lamentaban de aquel triste final que les esperaba. Aunque había otras plantas que lo veían diferente.

― La otra opción es quedarnos en la maceta hasta morir secadas. En cambio, si nos entregan a alguna persona la podemos hacer feliz y nosotros podemos sentirnos útiles ―dijo un gladiolo.

La discusión duró toda aquella noche entablándose una división entre defensores y detractores de ser entregados a terceros.

Pero aquellas manos cesaron de cortar las flores, el paso implacable de los años reclamó el cuerpo y el alma de aquella anciana mujer. La mitad de las flores del jardín respiraron de alivio.

Le sucedió otra propietaria que carecía de amistades vecinales y de ganas de desprenderse de la gloria floral de su jardín.

Ahora nacían, crecían, floraban y daban fruto aquellas plantas, siguiendo el curso natural de su especie.

Tanto esplendor gozaba aquel jardín que las más prestigiosas revistas de naturaleza, entre ellas National Geographic, venían a hacer reportajes fotográficos, de los cuales la dueña sacaba pingües beneficios.

Sin embargo, las flores generosas sufrían de no ser entregadas como regalo, de no provocar sonrisas en los rostros de algún favorecido.

También las timoratas, en su maduración, viendo perder los pétalos se preguntaban qué sentido había tenido la gloria pasajera de sus vivos colores.

Empezaron todas a mustiarse por ese motivo, se llenaron de bichos parásitos y enfermaron desde la raíz.

El más experto de los jardineros y mejor pagado, no consiguió reanimarlas de aquella postración colectiva.

La tristeza también contagió a la dueña que vio su jardín desolado. Por las noches la mujer miraba el cielo y se acordaba de la antigua dueña y de su generosidad. También ella se había hecho mayor, el tiempo había pasado volando.

Siempre la había admirado, pero ¿cómo podía ser como ella? Había visto el camino por donde anduvo, pero ¿cómo entrar en él? Meditando estas cosas sintió una punzada fuerte en el corazón que le provocó un leve vaído.

Una de sus noches de insomnio, en el breve tiempo que consiguió dormir, soñó que una flor de jazmín asomaba por detrás del cristal de la ventana del comedor y le sonreía diciéndole “¡córtame!”.

Al despertar, una intuición le hizo levantarse rápida de la cama hacia el comedor y allí, emergiendo tras la ventana aparecía la flor de jazmín, la primera flor del jardín.

El primer gesto de la mujer fue cortar aquella flor y regalarla a la persona que había permanecido fiel a su lado. Aquello marcó un antes y un después en su vida.

El jardín también fue recobrando el esplendor del pasado y ya ninguna flor quería permanecer en su planta, porque madurar y morir sin razón para vivir, ¿qué sentido tenía?

Las antiguas plácidas tardes volvieron a aquel sacrosanto lugar.